Archivos Mensuales: May 2010

Lo cotidiano en el aula

Estándar

Viene cada día con su carga de cotidianeidad.  Vemos los mismos rostros, nos encontramos con gente parecida o igual a la del día anterior.  Cada día con su carga de esperanza y desesperanza. Olvidamos el saludo verdadero, no hay nada nuevo y, sin embargo, todo ha cambiado delante de nuestros ojos sin que lo percibamos, o lo aceptemos.

Lo cierto es que cada día tiene su encanto. Cada vez que nos encontramos con viejos conocidos, puede ser el momento mágico en el que de verdad nos miremos a los ojos y nos encontremos.  Cada momento guarda la oportunidad de comentar experiencias, de brindar un abrazo.

En el caso del ambiente académico, muchos pasillos se llenan de caras largas, las cuales, generalmente, son de profesores.  Nos deslizamos cansados con nuestro clásico paso, pero lo que no sabemos es que, muchas veces, detrás de nosotros, un pequeño se desliza imitándonos y despertando la risa. Los jóvenes quieren vivir, adelante los espera todo.  Nadie quiere ver fantasmas agachados, soñolientos o amargados, tratando de explicar por enésima vez un concepto recocinado.  Pero pasa, y a diario. Porque lo difícil y, paradójicamente, más fácil del mundo, es despertase con la disposición de vivir una aventura diferente, de divisar en el amanecer, una luz mágica que encienda nuestro día y lo convierta en algo inesperado.

Dicen que convivir con jóvenes lo mantiene a uno joven, y no hay nada más cierto.  Cada día, en cada instante, uno nunca sabe qué es lo que va a pasar. Desde un accidente, hasta un chiste.  Los jóvenes te mantienen a día, tienen la chispa de encontrar lo que jamás hubieras encontrado, de mostrarte el lado divertido, despreocupado de las cosas.  Te pueden mostrar también, matices oscuros, y enseñarte que, a los trece años, también puede haber tragedias, pero, sin duda, tragedias que al día siguiente casi se han disipado.  Y no regresan, como en nuestro mundo adulto, cada cinco minutos, a enturbiarlo todo.

En mi caso, los muchachos me han enseñado mucho.  Lo primero, a aceptarme como soy.  A ser sincera, a equivocarme sin temores.  Me han enseñado a que un caramelo, a la hora del recreo, puede salvar una vida.  A escribir sin ortografía, porque lo que interesa es el sentimiento.  A encontrar que, en un cuaderno, hemos depositado todo lo que sabemos.  A que un examen es el límite entre la soledad inconmensurable del castigo y la dicha sin límite de la recompensa.  Me han enseñado a que un abrazo se da con el corazón abierto, y puede durar, de tres segundos a dos minutos, y no hacen falta palabras para explicarlo.  He aprendido también, que un lapicero, cuando realmente lo necesitas, puede valer la prenda de un celular.  Que un chicle puede encontrar sitios indescriptibles para esconderse, que los pupitres son peligrosos lugares para hacer malabarismos y que una bola de ping pong puede escurrirse, como si tuviera vida propia, entre los pies de muchos compañeros.  He aprendido que los lápices se devuelven, que el hipo da vergüenza y da risa también.  Que los largos silencios pueden significar absolutamente nada y que, ir al baño, es una experiencia milagrosa si puedes pasar viendo algo interesante por el aula de la par.  He aprendido a hablar con la mirada, a tener ojos en la espalda, a disimular una mentira bien dada, a callar una mala nota y a silenciar un comentario destructor que pudiera disfrazarse de ironía. He aprendido que la línea divisoria entre el odio y la entrega más desinteresada es muy delgada, y vale la pena tenerla presente siempre.  He aprendido y aprendo, que no venimos al colegio a enseñar una materia, sino a convivir con seres humanos que apenas trazan sus primeras coordenadas para la vida y está en nosotros, los que creemos venir de vuelta, lanzarla hacia el infinito.

Todo eso, y más, he aprendido en lo cotidiano del aula.