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Pensar: darle su lugar en la agenda

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Ben Casnocha nos propone abrirle un campo en la agenda al acto de pensar, algo que, indudablemente, pocos han imaginado. Tengo muy presente una imagen de mí misma, muy pequeña, teniendo mis primeras reflexiones sobre «pensar» y la manera en que, desde entonces, supe que esa sería una de mis condenas: pensar. «Es que usted piensa demasiado», «no lo pienses tanto», «¿por qué lo tienes que pensar?, ¡hacélo!» Estas y otras muchas son las frases que he escuchado a lo largo de mi vida. En efecto, pensar es para mí , como lo supe hace años, una condena.

Pensé mucho muchas cosas. Pensé sobre la muerte de mi mamá mucho antes de que ocurriera, presentía su ausencia con angustia, sin nunca poder concluir, de esos pensamientos, una dependencia enfermiza. Pensé mucho sobre qué carrera seguir, y seguí varias hasta dar con lo mío. Pensé sobre qué matrimonio lograr cuando salí de un fracaso, pensé en qué hijos tener cuando tuve a mi primera hija en los brazos, pensé en qué futuro quería para ella, mi familia, mi vida. Pensé en qué casa quería vivir, en qué lugar deseaba ocupar en la sociedad. Me he pensado a mí misma en cada momento, he pensado a los demás, he buscado dentro de mí profundamente.

Pensar ha sido mi vida. Por eso, darle un lugar en la agenda al proceso de pensar, de cierta forma, me pareció simpático. Pensar llena mi agenda, es, como se podría ilustrar, la marca de agua de mi página. Por eso, tal vez, debiera, por el contrario, abrir un espacio en mi agenda que diga: «No pensar».

Pienso cuando salgo de dar clases. Me voy pensando, de regreso a casa, sobre qué pasó con este o aquel estudiante. Pienso cómo puedo conseguir este o aquel objetivo. Pienso la manera en que pudiera cambiar determinados aspectos. Voy pensando en cómo redactar una prueba, cómo enfocar una lectura.

Suelo pensar en lo que me espera en casa. Pienso en la alacena, tal vez un poco vacía, y en la necesidad de pasar por el supermercado. Voy pensando en un café y en un minuto de descanso mientras lo saboreo. Pienso que revisaré tal prueba o que voy a poder revisar todos mis correos. Pienso en que necesito lavarme el pelo. Pienso en lo cotidiano y pienso en cómo me estoy sintiendo ante alguna situación. Pienso en que mi marido pondrá cierta cara cuando yo llegue y en la posibilidad de que no sea así. Pierdo y gano contra mis propios pensamientos. Imagino, pero ¿es eso pensar? Recuerdo ahora cuando empezaba a escribir mis primeros versos y me preguntaba ¿será esto poesía? Igual me pasa ahora, ¿preguntarse, imaginar, proyectar, programar, planear; ¿todo eso categoriza como «pensar»? Según Casnocha, sí. Pero, ¿de qué manera puedo entonces colocarlo en mi agenda: «10:30, imaginar»?

Como propuesta, es inusual, como acto, algo bastante extraño. La cosa está en que, pensar-pensar, en el fondo, ¿quiénes lo hacen?, no vaya a ser que, en la hora programada para pensar, más de uno se pregunte: «Y ahora, ¿qué hago?»

Violencia en el aula

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El iceberg de la violencia

Cada vez crece más la preocupación por la violencia entre los niños y los jóvenes. Tal vez, nadie mejor para testimoniar esto que los profesores, quienes son los  acompañantes por horas y horas de este sector de la población, a veces,  durante más tiempo que los mismos familiares.

Pero, echemos un ojo a los comportamientos habituales en clase o en los recreos:   “¿Necesitas un lápiz?”…  ¡allá te va!, y el proyectil es lanzado inmisericordemente al necesitado, quien, con gran alborozo, trata de atraparlo en el aire. “¿Quién me presta un borrador?”, grita uno desde la otra esquina del aula, “¡Yo!”, ¡y allá te va el otro proyectil, en medio de un estallido general de risas!  “¿Viste? ¡Ganamos el partido!”, y allá te va un buen golpe que hace perder el equilibrio al desafortunado ganador, que, sin pensarlo dos veces lo devuelve… ja,ja,ja, todos celebran los ires y venires de golpes y palabras soeces.  “¿Qué pasa aquí?”, ruge la voz del profesor. “¿Qué estás haciendo, Pedro, por qué estás empujando a Juan?” “No, profe, tranquila, si estamos celebrando el gane.” “Entonces, ¿por qué se están pegando?” “Es que somos muy amigos.” Poco antes, esa profesora u otro docente compañero suyo, ha preguntado en clase:  “¿Por qué le tiras el lápiz a tu compañera, (el borrador, el libro, el tajador) si se lo puedes dar en la mano?” “Tranquilo, profe, es que si me levanto usted me anota.” Risas del emisor y de los espectadores (menos del profesor). En otro momento por ahí, una muchachita le pide ayuda a un compañero, “No entiendo este ejemplo, ¿cómo se hace?”, “No sé, yo tampoco entiendo”, le contesta el  compañero, indiferente. “¡Explíqueme, no se haga el tonto, si veo que ya lo está terminando!”, le reclama la muchacha, quien ya le asestó un golpe en el brazo, el cual le hizo saltar al suelo el lapicero. “¿Qué le pasa? ¿Por qué me tira el lapicero?”, le dice el otro, quien a su vez no pierde la oportunidad de lanzarle una patada a la joven, con toda intención, mientras se agacha a juntar el lapicero. “No me patee.”, le reclama ella, con el ánimo encendido, e impulsivamente, le raya el cuaderno, haciéndole una gran marca al trabajo de él. “¡Eh, vea lo que le hizo a mi cuaderno!”, le dice mientras le arruga la práctica a su compañera y la lanza al suelo. “¿Qué están haciendo ustedes dos?”, interviene ya el profesor, “¿Por qué están jugando con la práctica?” “Es que ella me rayó el cuaderno, profe, vea.” Y le enseña el feo rayonazo. “Yo no fui.”, afirma la agresora, con una linda carita de ángel. “No peleen y sigan trabajando.  De otra manera, mañana no vamos a ver la película.” Todos saltan de sus asientos, “la película” se convierte en ese espacio mágico y maravilloso que suena a “no hacer nada”, el mismo que en la mente del profesor suena “¡Cómo les gusta esa técnica didáctica tan atractiva que es utilizar el cine para los objetivos del aula!” y le ayuda a olvidarse del pequeño incidente entre los muchachos.

La punta del iceberg se ha asomado.  Pero, como exploradores entusiastas, tratemos de averiguar qué hay más adentro, agachémonos de manera que nuestro oído pegue al suelo e intentemos escuchar de qué manera ese iceberg tan quieto e imponente, está vivo y tiene un lenguaje profundo, muy profundo.   Resulta que el profesor, o la profesora, (usemos el género gramatical que no intenta  rozar esas tan actuales  sensibilidades que nos obligan a complicarnos con las y los, ellos y ellas, etc.), alegremente, cual pastor con su rebaño, inicia la proyección de la película mientras sus polluelos se picotean unos a otros por alcanzar el mejor lugar (llámese suelo, silla, mesa, etc.) sin respeto alguno a las mínimas reglas de urbanidad.  En fin, volvamos a la película.  Se inicia:   es la vida un minero.  Las acciones transcurren lentamente, en un juego de claroscuros alucinante, la música (tétrica) invade el salón.  Los personajes, sucios y desarrapados, se mueven en la pantalla reflejando la tragedia de los mineros, absorbidos por la cruel mina y el desalmado capataz, quien los maltrata y no les paga el salario debido.  El profesor está que llora, desfallecido de ver (por enésima vez) aquella impresionante realidad.  ¡Ay, si la cámara enfocara el rincón de atrás, o el de la izquierda, o la segunda fila, donde los estudiantes, hartos algunos de que no se muera nadie y de que no hayan asesinado al capataz a punta de ametralladora, idean sus propias armas y se molestan unos a otros con toda clase de instrumentos punzantes como lápices o reglas, o, ingeniosamente, se han hecho de una hoja en donde dibujan al capataz panzón que yace muerto mientras uno de los mineros se le sienta encima. ¡Qué serie de risitas sofocadas se despiertan por todas partes, mientras el profesor, embebido en la escena donde la madre muere, ya no escucha más que sus pensamientos!  Otros, más sosegados, duermen sin que ya nada los despierte sino el timbre de cambio de lección.  Un par de sesiones dura la película.  Al terminar, el profesor empieza a lanzar preguntas sobre qué les pareció la película, si les gustó, qué les pareció la trama, la realidad terrible de los mineros explotados, etc.  A mí la película no me gustó, dice una chica atrevida. ¿Por qué?  Es que no entendí qué pasaba.  Yo tampoco. Ni yo. ¿Por qué el chiquito trabaja en la mina? La película era aburrida. ¿Por qué los mineros no hacían nada? ¡Yo hubiera explotado todo para que no hubiera mina! ¡Yo también! ¡Pum, plam, puf!  Los ruidos de las explosiones se extienden por el aula, a ver cual suena más fuerte mientras el profesor trata, en vano, de acallarlos. ¿Cómo que no pasa nada? ¿No vieron cómo aquella pobre madre se lanza al hueco desesperada? Y…. Pero profe, ¿por qué tenemos que ver películas tan feas? Profe, es que en esa película de verdad que no pasa nada, dígame una cosa, ¿el capataz al final se muere o no? ¿Por qué no llega el ejército, mata a los malos y salva a los mineros?, culmina brillantemente uno de los más callados.

Lo que pasa es que aquella película, seleccionada con cuidado por el docente, carece de violencia manifiesta, el ingrediente básico de la entretención, pues, al final de cuentas, ¿a quién se le ocurre, a los trece años de edad, que de una película se “aprenda algo”. Así, y por lo tanto, una película que “enseñe” (léase: evidencie, denuncie, muestre problemas sociales o económicos a manera de documental) es un bostezo.  Ya ningún joven quiere aburrirse con espectáculos aleccionadores, lo “mejor” son los filmes donde, todos contra todos, haya persecuciones, matanzas, explosiones, fuegos apocalípticos, carreras, vuelcos espectaculares, miles de balas desperdigadas sin ton ni son, algún histérico que requiera una buena bofetada para recobrar la cordura y, por supuesto, un héroe, un amor, un hijo que se salve, y alguna otra cursilería estereotipada que remueva fibras emocionales. ¡Qué horror!, grita el profesor, ustedes no entienden nada, dos horas gastamos viendo esta película y no entendieron ni pizca.  Es una barbaridad, carecen de sensibilidad, de sentimientos… no pueden entender lo que estaba pasando, algo tan terrible.  Lo que pasa es que ustedes viven en una burbuja, lejos de los verdaderos problemas, ustedes creen que la luna es de queso, ustedes…. ¿Ustedes?  ¿No estará el mismo profesor ejerciendo violencia sobre sus estudiantes agitado por una rabia celestial que lo induce a volcar su furia sobre los ahora asustados muchachos?

¿En dónde empieza y en dónde termina el círculo de la violencia?  Científicos asentados en la Antártida, estudian actualmente la dinámica de icebergs que son tan o más grandes que Europa.  Ellos se dedican a estudiar su comportamiento y, sabiéndose afianzados en un territorio que en realidad se está desplazando, apoyan su oído en el congelado suelo y escuchan, en medio de aquel terrible silencio que puede haber en el continente helado, el sonido que emana del centro de los icebergs.  Sonido que, escuchándolo, adquiere las dimensiones de una queja. Volvamos, entonces, a la escena en donde nos inclinábamos a escuchar esos sonidos del iceberg, el cual, con su inconmensurable masa, murmura, en una clave indescifrable, requiebros lastimeros, reclamos que evidencian nuestro necio empeño de seguir sordos a lo que pasa.  A negarnos a nosotros mismos que somos parte de esta trama que busca violentar a quienes, de otro modo, no conocerían la violencia.  Corre, ensúciate, resbala y cae.  Corrómpete, grita, grita tan alto que nadie sobrepase tus gritos, imponte sobre el resto, hazte sentir, aniquila, ridiculiza, no perdones, ábrete paso, empuja, destruye, no te detengas, no observes, no te deleites frente al silencio, haz ruido, ensordécete con la estridencia de música sin control, embelésate frente a lo grotesco, odia, repudia, alega, enriquécete con lo que puedas, arruina tu inocencia, mancíllala rápido, desecha cuanto puedas, contamina, olvida, sáciate de todo en el menor tiempo posible, no aguantes nada de nadie, si te casas, divórciate, si te divorcias vuélvete a casar, no tengas hijos, y si los tienes, que aprendan a defenderse rápidamente, que corran, se ensucien, se resbalen y caigan, que se corrompan, griten, que griten tan alto que sobrepasen tus gritos, que se impongan sobre ti, que se hagan sentir, que te aniquilen y te ridiculicen, que no te perdonen, que se abran paso, te empujen, te destruyan, que no se detengan, no te observen, no se deleiten frente a tu silencio, ya para entonces debido a tu vejez, que hagan ruido y te ensordezcan, que te muestren todo lo grotesco que han conseguido, que te odien y te repudien, ya para entonces habrán mancillado todo, te habrán desechado, no habrán tenido hijos, y si lo hicieron, que aprendan.

El iceberg, ese que siempre hemos creído mudo, habla, habla y sigue su ruta, se desplaza mar adentro, roto y desquebrajándose.  Ahí está, frente a nuestros ojos, se nos viene encima. ¿Cómo no podemos verlo?

¿Cuánto vale esa infracción?

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¿Cuál es el trasfondo de la conducta irresponsable? En tránsito y según lo publicado en La Nación hoy 26 de enero es el bajo monto de las multas. Pero, ¿no será más bien porque no hay una multa para cada persona y cada situación? Llegar a un parqueo y estacionar rápidamente ignorando al que ha estado varios minutos esperando con la direccional encendida, se hace… porque NO HAY MULTA. Tomar el lado izquierdo en una calle sabiendo que en unos metros esa vía dará giro solo a la izquierda, para lograr meterse en el carril derecho “a la brava”, como sucede todos los días en la carretera hacia Sabanilla por la rotonda de Betania, se hace… porque, digamos… NO HAY MULTA. Llegar a un semáforo en rojo (o a varios, según la ruta y la hora) y respetarlo como a un simple alto, es una conducta común, pero ¡yo sé por qué: es porque no hay un tráfico a la vista y por lo tanto… no hay multa! Transitar por el carril rápido en las autopistas a una velocidad de carril lento, se hace, ¡porque no hay multa! También ir a 120 por la misma autopista, jugando un nintendo de la vida real, ¡lindo!, es porque ¡no hay tráficos ni multa! Ignorar el semáforo en rojo de un paso peatonal como el de la Pops de Curridabat, pues claro que se hace porque… ¡no hay multa a la vista! Quedarse atravesado en la rotonda de la Hispanidad interrumpiendo el tránsito hacia San Pedro porque vas hacia Zapote…qué más da, porque ¡no te multan! O al bus que te presiona a dos milímetros de la parte trasera del carro para que, no sé, literalmente volés sobre la fila que tenés delante, ¿quién lo multa? Tal vez, quien te da un pitazo apenas el semáforo pasa a verde y, si no acelerás locamente, te pasa despacio al lado (se le olvidó su prisa) y te grita cualquier clase de improperios, ese tal vez dejaría de hacerlo si hubiera una multa de un monto adecuado para tal conducta inadecuada.

Seguir ignorando que somos un pueblo inmaduro e indisciplinado me parece necio. No hemos superado la etapa de la niñez durante la cual abríamos el bolso de mami a escondidas para buscar algún tesoro; o asaltábamos las galletas cuando no había “moros en la costa”; o dormíamos con nuestra mascota a escondidas u ocultábamos un vaso quebrado; todo porque nuestra edad no nos permitía comprender el porqué de los límites: las galletas debían alcanzar para toda la familia, el vaso iba a ser descubierto y en el bolso de mami podía haber documentos que no se podían extraviar.

Pero crecimos, es la ley de la vida. Sin embargo, no fue posible madurar socialmente nuestra conducta. No nos dimos cuenta de que vivimos en un mundo en el cual las reglas son necesarias y establecemos extrañas analogías en virtud de las cuales hacer trampa en un inocente juego de mesa está al mismo nivel que ignorar un semáforo o parquear en zona amarilla: ninguna de las dos conductas es incorrecta si nadie nos descubre. No me interesa el bien común, sino que el mundo marcha al paso de mis congojas. Si tengo prisa, un conocido se convierte en mi mejor amigo en la fila del comedor, con tal de adelantarme al resto. Compro mi tesis, copio trabajos, borro el nombre de otro y coloco el mío, cambio fechas de cheques, falsifico firmas, aporto facturas de compras inexistentes, engordo gastos, me embolso viáticos, copio en exámenes, aseguro haber cumplido con mis deberes sin haberlos hecho, aporto pruebas falsas, busco testigos que jamás vieron nada, huyo del lugar de los hechos, borro pistas, compro licencias, permisos, constancias, me enfermo estando sano, me hago el muerto o me hago el vivo según las circunstancias. Bailo al ritmo de cualquier son, siempre y cuando me convenga.

Señora viceministra de Transportes, peca usted de ingenua en su rápido análisis de lo que se vive en las calles, porque probablemente el taxista que se cita en la noticia, rápidamente pasará de acumular cuatro multas de 20 mil colones, a digamos cuatro de 40 mil y algunas más, tal vez 15, por conducir sin la revisión técnica al día, lo cual, probablemente, lo convertirá en un héroe en la cantina que frecuenta y de donde saldrá para seguir pecando. Al fin y al cabo, si lo logran pescar, los magistrados de la Sala Cuarta encontrarán el medio para que salga libre.

Mientras tanto, en las aulas, maestros y profesores luchamos por «educar en valores». Asistimos a reuniones, conversamos y planeamos la manera de lograr inculcar en nuestros educandos el valor de la honestidad, la tolerancia o del respeto. La sociedad nos ha encargado de ser los gestores de una ciudadanía ética y moralmente enaltecida, de la cual, por supuesto, todos los demás se desentienden. Uno va a la escuela para que lo eduquen, para que le enseñen, para eso existen los maestros, ¿no? En casa, en la calle, en las oficinas, los periódicos, las revistas, la internet o la televisión, todo ese conjunto de prácticas y vivencias en donde se desarrolla el individuo desde su más tierna edad, eso no, no educa. Fue hecho y existe en un mágico «universo paralelo». Solo así me explico que nadie se sienta responsable de lo que pasa, se repite y se recrudece ante nuestros ojos.

Detrás de la pizarra

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La pizarra de mi aula tiene un «moderno diseño» que consiste en no ser plana sino curva, debido a que está montada en un marco especial. Resulta que ese marco, en la parte superior, tiene algunas aberturas. En ocasiones, se me perdieron varios objetos misteriosamente. Podrán imaginarse dónde estaban.

El afortunado día que me subí en una silla para cambiarle la batería a mi reloj, tuve la suerte de descubrir las aberturas y su contenido. Encontré tres borradores de pizarra, de los cuales solo dos eran míos; una goma Pritt, una libretita, un patito de plástico, un marcador y algunos lápices. No sé qué me mortificó más, si tratar de entender cómo habían llegado hasta ahí o el hecho de haber “develado” el misterio de las desapariciones. Porque detrás de la pizarra estaban esos dos borradores que me exigieron ir a la oficina de suministros con cara de perrito arrepentido a pedir uno más y con ellos se esfumaba el cuento según el cual yo era víctima de algo o alguien -misterioso o no- empeñado en molestarme. .

La goma estaba seca, la libretita arrugada. Al marcador y los lápices los podía usar y al patito le faltaba el pico. Pero no era solo eso. La cuestión era quedarse sin argumentos, sin misterios.

Detrás de la pizarra estaba la respuesta al enigma. Por meses escribí en ella sin saberlo. Por horas me quejé, por minutos dudé. Yo solo podía ver la pizarra, porque era grande y blanca. Ni siquiera malas intenciones hubo, ya que, posteriormente, observé cómo algunos de mis alumnos más altos encontraban oportuno, después de usarlo, colocar sobre la pizarra el borrador. La historia se repitió, probablemente, con las demás cosas.

Después de aquello, me ha dado por creer que todos tenemos nuestro “detrás de la pizarra”. Como por ejemplo, con la tendencia a buscar explicaciones imposibles para hechos cotidianos y entonces andamos por ahí difundiéndolos con un halo de misterio. O como cuando sospechamos que nos acechan o nos quieren perjudicar los que nos rodean y persistimos en detectar comportamientos suspicaces que jamás existieron.

Es más, a veces nosotros mismos somos esa pizarra curva con hendiduras. Detrás de esa fachada blanca donde los otros ven tantas y tantas expresiones, tenemos nuestros secretos. Inocentes unos, no tan inocentes otros. Para algunos, inocuos, pero tal vez, para otros, atractivo. Es claro que detrás de la pizarra se puede esconder lo inimaginable, ahí está, es solo que no lo podemos ver o no queremos que lo vean. La cuestión es descubrirlo o que nos lo descubran.

EXAMEN DE NOVENO vs PISA TIMMS II

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Me encanta que se haya eliminado el examen de noveno. Mi preocupación en este punto, para ser honesta, es económica. Y, en realidad, siempre lo ha sido. Insto al señor Ministro a hablar de números. ¿Cuál era el costo de los exámenes de noveno? ¿En qué se va a invertir ahora ese dinero? ¿Será que van a construirse las15 infraestructuras inexistentes de instituciones ya autorizadas? ¿Van a mejorarse baños, bibliotecas, pupitres, pizarras? ¿Se van a arreglar goteras, tapias, ventanas?

Por el momento lo que sé es que se va a incorporar a Costa Rica en las principales pruebas internacionales de evaluación de la calidad educativa: PISA y TIMMS. Vamos a dejar de compararnos entre nosotros, ¡qué avance! Porque compararnos entre nosotros nos deja, de por sí, atónitos. Mientras en las instituciones públicas el uso de la computadora sigue siendo un lujo (si no de adquisición, entonces de mantenimiento o, más allá, de actualización), en algunas instituciones privadas, el uso de laptop es obligatorio. Mientras en unos sueñan con una biblioteca, otros cuentan con las últimas obras literarias en inglés y español. Mientras unos cuentan con baños equipados con todo lo necesario y más, otros desean tener un inodoro decente. Mientras unos cuentan con video bean, video cámaras, cámaras digitales, televisores, computadoras en el aula y proyector de láminas, otros desearían tener una pizarra blanca para abandonar la muy tormentosa y humilde tiza. Mientras en unos los marcadores recargables van directo a la basura otros (de por sí afortunados porque tienen pizarra blanca) deben comprarse sus propios marcadores, borradores y potes de tinta para recargar los ya sin punta marcadores de cien leguas. Mientras en los centros privados el costo de las fotocopias se recarga a las mensualidades y se sacan cómodamente por miles, en los públicos solicitar fotocopias sencillamente es ”misión imposible”. Mientras los más afortunados disfrutan de libros de texto maravillosamente ilustrados, con guías para el maestro y hasta con las pruebas diseñadas, para el resto de menos afortunados contar con un libro más o menos decente es un lujo o hasta un recurso imposible. Mientras algunos profesores planean maravillosamente sus clases para 25 estudiantes, utilizando enlaces de internet, películas e innovadoras formas de “elegante” assessment, otros luchan por lograr centrar la atención de 45 estudiantes en la pizarra. Mientras en unos centros educativos los programas de matemática abarcan incluso los de niveles superiores o hasta universitarios, en otros, con otra clase se estudiantes, apenas desayunados unos o dopados otros, apenas si logran la mínima comprensión de los conceptos básicos. Mientras en unos centros educativos pupitres y escritorios nuevos son algo lógico, en otros la palabra pupitre aparece en la lista de los tres deseos al genio de la lámpara.

Así las cosas, señor Ministro, ¿qué se va a hacer con la plata? ¡Y por favor no me diga que tales recursos se van a encausar hacia la realización de las pruebas pim, pam, pum, porque me puede dar un ataque! Mejor quedémonos en nuestras comparaciones domésticas, saquémonos los trapos sucios, agarremos al toro por los cuernos y arreglemos este desastre. Por Dios, don Leonardo, lo que se pueda hacer es ganancia . Yo sé que usted quiere, entonces hágalo.

EXAMEN DE NOVENO vs PISA TIMMS I

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Al examen de noveno había que eliminarlo por muchas razones. Pero a la argumentación que aporta el ministro Garnier para sustentar la decisión del Consejo Superior de Educación se le escapan algunos puntos relevantes: la edad, el título de conclusión del tercer ciclo de enseñanza diversificada que se otorga, la situación económica intrafamiliar, los institutos que ofrecen una alternativa de rápida salida, los casos de adicción, alcoholismo,etc., así como padres o madres ausentes, divorcios, separaciones o violencia familiar. Vemos así, como numerosos muchachos sienten que ya están lo suficientemente grandes como para trabajar y tener su propios ingresos para lo que muchos consideran gastos superfluos pero que, para el adolescente, son de primera necesidad (jeans, tenis, objetos electrónicos, etc.). También, muchos padres de familia, agobiados por la situación económica de sus hogares, ven como sus hijos ya “pueden ayudar” con la carga y les exigen ubicarse en el mercado laboral aunque sea en empleos de segunda categoría o, padres más afortunados, optan por dedicar incontables horas al trabajo o hasta por dos trabajos, lo cual los convierte en padres ausentes. Por otro lado, el Ministerio otorga un título de conclusión del tercer ciclo que el muchacho puede presentar como respaldo para una solicitud de trabajo. El panorama de deserción se completa con los institutos que lanzan ofertas atrayentes en las cuales el adolescente encuentra una salida interesante para sus prisas y hasta para las exigencias de ingreso a algunas universidades, las cuales cada vez piden mejores promedios en las notas de décimo y undécimo. A todo esto, se suman problemas de drogas y alcoholismo, cada vez mayores en nuestra población estudiantil y de los cuales es posible que ni siquiera tengamos estadísticas que reflejen exactamente la realidad.

Es comprensible que en un estudio técnico como el que llevó a cabo el Consejo Superior, las variables antes enumeradas no sea posible abarcarlas, pero no deja de ser interesante evaluarlas.

Personalmente, me preocupa el hecho de que no toda la población estudiantil del país se siente atraída por el razonamiento abstracto, el conocimiento per se, o por adentrarse en el pensamiento crítico a través de la literatura. Recuerdo con simpatía a la sabia señora quien, levantando su mano frente a mí preguntó: “¿Ve estos dedos? No todos son iguales. Así son los hijos, ninguno es igual al otro”. Entiendo que uno de los objetivos de todo sistema educativo es homogeneizar a la población para que todos participen de ideas rectoras que faciliten la convivencia y el crecimiento en un país. Sin embargo, la ecuación se complica con el bombardeo diario al que se ve sometida nuestra sociedad en la televisión o en internet y en donde se observan cientos de situaciones de la más diversa índole, sin ninguna guía o restricción y sin que se evalúen sus contenidos en el núcleo familiar o escolar. Jóvenes y adultos, arrastrados lejos de los modelos que antes nos proporcionaban abuelos, padres, maestros o figuras públicas de indudable calidad moral, flotamos a merced de los vientos.

Si la eterna pregunta de “¿esto para qué me sirve en la vida?” ha tenido pocas o ninguna respuesta acertada, pareciera que ahora menos, porque hoy, como nunca, la vida es AHORA.

Ante esto, la deserción parece una respuesta lógica y el papel del examen de noveno, ¿cómo decirlo?, mínimo.

Valores en la educación: Educar almas es educar con alma I

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gato mi daimonion

Muchas veces les he explicado a mis estudiantes la siguiente constante en la literatura: en situaciones de gran conflicto político, religioso, etc., el autor que no opta por el exilio, como intérprete de su momento histórico, se sirve de la fábula para denunciar los hechos que se están dando y, de esta manera, no puede ser acusado por nadie. El problema de tal mecanismo radica en que una gran mayoría de los lectores o de los espectadores no entiende el mensaje y este, por lo tanto, no logra su objetivo primordial, es decir, evidenciar ese algo que, en última instancia, debería promover el cambio.

Tener la oportunidad de observar en pantalla la adaptación de ese recurso en una película como La brújula dorada fue toda una experiencia, pues llevar nuestra alma en forma de daimonion a nuestro lado y que haya una institución encargada de separar a los niños de ella es una imagen extraordinariamente impactante. Eso porque, si fuera así, me pregunté: ¿cuidaríamos más de ella? ¡Cuántas veces no habremos escuchado -o dicho- “se me salió el alma del cuerpo” sin pensar en el significado profundo que encierra!

La magia de la animación nos permite ver en pantalla nuestro pequeño daimonion imaginada por el autor con forma animal, lo cual provocó en mí toda una suerte de preguntas retóricas. ¿Debemos ver materializada nuestra alma para tener una conciencia permanente de ella? ¿Existe en el universo animal nuestro daimonion respectivo, con cuya desaparición nos autodestruimos inexorablemente? ¿A quién y para qué interesa vernos separados de nuestro daimonion? ¿Cuál es la consecuencia real de esa separación? ¿Necesitamos de él para ser y permanecer como libre pensadores?

No sé si Philip Pullman, autor de la trilogía en la cual se basa esta película, llega a resolver estas interrogantes en su libro, pero en un extenso editorial, el periódico del Vaticano lo atacó a aduciendo que el público encontraría en ella solamente “un gran frío”. Bastante obvio si solo se ve la nieve, porque, de otra manera, no hay forma de ver el frío por ninguna parte. Al contrario. Pero acá lo que interesa no es el frío o el calor, sino más bien preguntarse: ¿es ,o mejor, por qué debe ser el Vaticano el único interesado en el mundo católico por el bien o mal “estar” de las almas?

Como educadora, mi respuesta es un rotundo NO DEBE SER. Cualquier persona del mundo que tenga trato con otra, entra, por lo tanto, en contacto con esa otra alma. Llevar al lado y tener que cuidar la propia (según se ve en la propuesta cinematográfica) nos conduciría inexorablemente a llevar al lado y cuidar la del otro. Educar, por tanto, en mi caso, me duplica la responsabilidad. La gran pregunta sería qué creemos tener los profesores al frente en nuestras aulas. Marionetas, objetos, números, contestaría más de un osado. Personas, digo yo. Mas, qué es una persona (desde mi primigenia formación católica) sino la unión o conjunción de alma y cuerpo. Y el alma, ¿el alma qué es? No sé si recuerdo algo así como la parte mía más semejante a Dios, o el soplo divino que me dio vida. Eso es la persona.

Pero no sé cuántos estarían de acuerdo conmigo cuando afirmo que el alma, esa sutil conexión divina, provoca una especial reverencia. Es como si, por sí misma, por su sola presencia dijera: “ cuidado con lo que haces conmigo, porque te lo estás haciendo a ti mismo”. Entonces, ¿por qué no sucede lo mismo cuando tenemos al frente a una persona, cuya fórmula sería “persona = alma + cuerpo”? Me estremezco al pensar en la dualidad alma-cuerpo porque se me hace más fácil enfocar mi esfuerzo diario en conceptos como “inteligencia”, “capacidad”, “conocimiento”, “creatividad”, “producción”, “asimilación”… son más cómodos, más maleables. Me complacen.

Pensar que tengo frente a mí, cada día, una cierta cantidad de almas que me están viendo, que esperan algo de mí, me produce escalofríos. Tendría entonces que pensar…¿pensar en qué? Quizás, se me ocurre, en algo como “crecimiento espiritual”. En gozo. En alegría. En recogimiento. En contemplación. En juego. En armonía. En equilibrio.Y es que no sé por qué, pero “alma” me remite a conceptos como paz, luz, energía, vitalidad.

Cambiaría, para mí, entonces, el enfoque de la enseñanza. Debería, casi por lógica, tener más ratos de esparcimiento (¡quién quiere a todos esos daimonions encerrados hora tras hora en esas temibles habitaciones llamadas aulas!) Debería, por tanto, abrir un espacio para la diversión. Luego buscaría poner orden –nunca debe faltar- pero con cierta…diría yo “benevolencia”. Habría tiempo para hablar y reflexionar. Podríamos, en algún momento, contarnos cosas. Eso abriría espacios para descubrir y descubrirnos. Buscaríamos y encontraríamos verdades para seguir buscando y, probablemente, no habría lugares para absolutos (¿no tiende el alma, por su naturaleza, a lo infinito?) Presiento que habría en todo eso un cierto gozo, que se haría todo con alegría. Antes de descansar, podríamos tendernos y respirar a un ritmo sano… buscaríamos la forma de armonizar nuestros pulsos a un ritmo cósmico –quizá para entonces, se habría descubierto la pulsación de las estrellas- y entonces, dormir sería un lógico descanso a la mano de todos, porque estaríamos, al final del día, satisfechos de haber ido y haber sido una escuela –en su sentido más amplio-.

Así las cosas, mi escalofrío inicial se desvanece. Educar almas, de pronto, se me aparece sencillo y natural. Solo tengo que dejar hacer a mi propia alma y, aquella labor que en un principio me pareció duplicada, en un decir amén se me simplifica. No me preocupa ni siquiera lo de “…te lo haces a ti mismo”, pues para es entonces habré hecho bien. Paz, luz y energía, llegarán a ser visitantes permanentes y queridos. Y finalmente, aquellos rebuscados conceptos cuya enumeración empezaba con “inteligencia”, vendrán cada día de la mano y se sentarán en nuestro círculo de amigos, completamente asimilados al grupo.

Cómo leer un libro sin morirse de aburrimiento

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lector

Yo diría que, el primer paso, sería tirar el libro por la ventana al primer bostezo, a la primera excusa que emerja del ambiente y nos haga, como al descuido, separarnos de la lectura. Si te resulta fácil y, hasta deseable, que pase “algo” para dejar el libro por ahí, entonces ya no te vas a morir de aburrimiento leyéndolo. Sólo hazlo. Déjalo, abandónalo, que se lo encuentre otro (a lo mejor lo engancha).

Si el tal libro es uno de lectura obligatoria, recurre a la autosugestión, plantéate un reto intelectual. Piensa en tu peor enemigo, y si no lo tienes, imagínate a ese alguien que siempre se destaca, que siempre te hace sentir “feo”. Lo puedes hacer. Imagínatelo así, cuando se levanta, cuando capta la atención del profesor o de los compañeros o de la oficina, del grupo de amigos, de lo que sea, y suena así… interesante, y cita partes de un libro, y todos se quedan admirados, y en cambio a ti… te ignoran por completo. Hasta sus risitas suenan despreciativas cuando les sueltas tu famoso indiferente y heroico: “Yo no leo” o «¿Hay resumen?». ¡Ah!, derrótalo, tú puedes. Toma a tu enemigo (ese libro tan inocentemente culpable de tu indecible odio) y ráyalo, escríbele al margen comentarios rabiosos de su contenido, despedázalo con tus palabras cínicas, encuéntrale errores, contradicciones, falsos testimonios, amordázalo, hazlo caer en el ridículo, subraya esas frasecitas inocuas y absurdas que dejan ver cierto racismo o tendencia política o retorcidos caminos criminales. Tú puedes, vamos, házlo. Quédate sin dormir (ya lo has hecho por otros motivos menos sádicos) y aparécete con esa aura victoriosa que solía tener tu…tu lo que sea: amigo, cuasiamigo, cuasienemigo, archirecontraenemigo, compa, etc. Eso quedó en el pasado. Ahora entrarás victorioso, te acercarás al grupo, todos te mirarán. Ahí viene el lector de resúmenes resabidos, el que nació vacunado contra el vicio de la lectura, el yonilocomeloleo. ¡Sorpresa! ¿Qué tenemos? Ante la consabida pregunta de si te dormiste en la primera página, tu «desde ahora» grupo de reverentes admiradores abre su boca en gesto magnífico. Haz soltado tu leí de pé a pá esa reverenda basura. Unos se rascan la cabeza, otro se pone serio, el chistoso suelta una broma que nadie sigue, tu cuasi archi recontra lo que sea se espanta y, estupefacto, con un toque de despectiva complacencia, te hace la primera pregunta de su comprobación de lectura. Y tú, desde la cima del poder, le dejas ir, en vez de la respuesta, otra pregunta. Sagaz, directa a su pecho descubierto, le hieres el intelecto, que, con furia, se desata dando atroces cuchilladas. Imposible. Has encontrado todos los defectos (¡para eso no has dormido, con todos los diablos!), todas las demoras, los errores tipográficos… hasta le has agregado un par de comas que no le vendrían mal. Se desata el duelo. Tu rival, desavisado, no ha sido riguroso, no acierta a darte, con la espada mordaz de su lengua, ni una sola estocada. Ja, ja. Le ganaste. Es evidente que ahora yace frente a ti como una mansa ovejita. Tus seguidores ríen satisfechos (en el fondo, ellos también le tienen aversión al fatídico sabelotodo) y se unen, instintivamente, a tu bando.

Valió la pena. Después de todo, nadie ha muerto, y menos de aburrimiento. En realidad, resulta entretenido cuando el muerto no eres tú. En este mundo de ganadores y perdedores, quizás, por primera vez, te encuentras con una gran G en tu frente…hasta el próximo mortal encuentro con -vayas tú a saber- ¡sí!, ¡un libro!; gracias al cual «morir» no llegue a ser realmente la única opción -y menos de aburrimiento-.