La eterna estudiante

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Esto del aprendizaje es algo que no deja de asombrarme.  Me asombra el que aprende, pero más quien nunca lo hace.  Este último va por la vida, la atraviesa, entra a todas las estancias, y siempre lleva una mochila llena donde no cabe nada.  Se acerca a las personas, las examina, y sigue su camino hacia ninguna parte, con paso seguro, inexpugnable, como una gran montaña móvil que, muchas veces, arrasa con lo que se le atraviesa.  Quien nunca aprende es un espécimen que camina camuflado y se mete en todas partes porque siempre cabe, siempre encuentra un sitio desde el cual asentir a lo que se dice, aceptando afirmaciones que no entiende ni retiene y que minutos después, no solo olvida, sino que anula con la misma franca y absoluta seguridad con la que aceptó su contrario.  Alegremente, se desplaza sobre una ola que jamás alcanza la orilla porque ninguna rivera le es digna, siempre reptando, sintiéndose alegre de saberlo todo, con el ánimo de que nadie podrá enseñarle nada, y si lo intenta, sus duras escamas ya le mostrarán su impenetrable resistencia. 

Qué extraña sensación me invade frente a esta figura, pieza móvil de un ajedrez absurdo, que recorre todas las casillas sin importarle las reglas, porque sabe, siente, asegura triunfar siempre.  Me quedo atónita y me da curiosidad por seguirle el paso, en esa maraña que confunde con lugares exuberantes en los que es siempre monarca.  Me atrae y me repele, ambos por tratarse del perfecto antagonista de la novela inédita de mi vida, llamada “La eterna estudiante”.  Ese apelativo, cuando me lo dieron, me resultó un verdadero insulto.  Era entonces yo una joven que se sentía vieja por haber ingresado a una de mis carreras universitarias (la última) tardíamente, y por esa razón creía que mi viaje por las aulas universitarias, aparentemente sin fin, era un estigma.  Hoy, después de tantos años de, en efecto, no haber salido de las aulas mas no como alumna, sino como profesora, entiendo que sí, fue correcto denominarme de esa manera, porque jamás dejo de aprender.

Cada día, cada vez que me encontré con mis estudiantes, quise, no solo ver cómo lograba enseñarles, sino qué podía aprender de esas miradas, de esos retos, de esas historias, de esos pesares, alegrías, locuras, sinsabores, risas, llantos, cóleras, indignaciones, signos de pregunta, signos de admiración, canciones, rebeldías, sometimientos, dudas existenciales, deseos, angustias, abrazos, rechazos, errores, aciertos, fuerzas y debilidades.  Aprender de mis colegas, así como de quienes limpiaban y cuidaban de la infraestructura; de los gestos, de los resultados, de las intenciones, de la pertenencia, de lo que se decía y de lo que se callaba.  Y así voy por la vida, porque no es solo en un aula donde se aprende, no es solo desde el magisterio desde donde se enseña.  Así seguiré, atravesando y siendo atravesada, con una mochila abierta que no se llena con nada, de camino hacia el conocimiento, en tránsito hacia estaciones donde algunas veces me bajo para ver qué encuentro.  He llegado a muchas riveras, y en ocasiones he encendido una fogata alrededor de la cual he conversado con gente de todo tipo, que me ha calado muy hondo.

Sí, he aceptado ideas, propuestas; he discutido otras y, definitivamente, me he enfrentado a las que están divorciadas de los valores trascendentales que gobiernan y gobernarán siempre al ser humano.  Transcurro, en efecto, con el fuego del asombro iluminando mi camino, por eso quien nunca aprende me ha llamado poderosamente la atención, pero quienes, como yo, se han abierto al conocimiento, han accedido a buscar e inician esa marcha iluminada, esos, son mis más preciados compañeros de viaje.

A mis exalumnos y exalumnas,

pero sobre todo,

a quienes hoy me veo forzada a llamar así.

Un honor haber sido su profesora.

Del aula a la virtualidad: cuando la puerta del aula se abre.

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Impresiona el cambio al que tuvimos que vernos sometidos los docentes, con el decreto universal de la pandemia. De mi parte, no tuve que adaptarme a nada realmente nuevo, pero lo que me sucedió no fue menos rudo.

Para la gran mayoría, el verse sin los muros del aula, significó un peso enorme: había que reinventarse. Yo, hacía mucho, voluntariamente, había iniciado ese largo viaje en solitario. En países de avanzada, donde el profesorado ya se sabía una comunidad de aprendizaje, se trabajaba en equipo; pero ese no fue mi caso. Por eso, quizá, lo que empecé a vivir fue de corte más existencial.

Después de estos meses de aislamiento físico, puedo decir que me voy sintiendo un poco más serena, después de haber atravesado varios frentes sin moverme de mi sala.

Por ejemplo, he podido palpar la angustia de los colegas que «nada sabían» en términos de virtualidad, y han tenido que sacudir todas sus neuronas para dar sus primeros pasos tímidos en tierras desconocidas. Sus dudas, sus documentos no salvados que se esfumaban en la red, sus descubrimientos de herramientas que se utilizan desde una década atrás y un sin fin de otras situaciones, muchas (o casi todas) comunicadas a través de más de cinco chats que se volvieron el terror de mis días.

He tenido, también, que lidiar con estudiantes -los mismos que pocos días antes eran unos muchachos cumplidos y responsables- que ahora estaban haciendo «de las suyas», copiando y trascegando tareas, proyectos, pruebas cortas y todo lo que se les atravesara en el camino. Para muchos, llegó el momento de otros chats, los ocultos a los ojos de los profesores; la hora del Zoom para menoscabar la autoestima de quienes se les antojara, la fiesta de los memes, de las cámaras apagadas (o de las computadoras sin cámara), de los fallos de internet o de la electricidad que, a diario aparecen salidos de la mejor historia de ficción. Llegó la hora de no bañarse, ni peinarse o de enfocar lentes fijos hacia la coronilla de sus cabezas. Así, mientras unos encontraron pliegues desconocidos en sus personalidades -una semana antes, absolutamente íntegras; otros, en cambio, se han hundido en sus tristezas, sufriendo el rechazo de siempre o padeciendo el ser nuevos blancos de ataques insospechados.

Tambien, he podido presenciar una carrera demencial, encabezada por padres y profesores, encaminada hacia el abismo de una «virtualidad presencial», eterna, donde no cabe el descanso. El aula, extendida en una biscosa e inacabable amplitud, más allá de cualquier virus, se desliza abierta, dando paso a la invasión de seres infraterrenales, casi demoniacos, a los cuales se les da la bienvenida sin saber a ciencia cierta de qué se tratan; y entonces, se llega a la ecuasión equívoca según la cual, lo que pasaba en el aula, debe pasar ahora en la casa, y el ojo escrutador que dominaba cada metro cuadrado en la escuela, se extrapola por medio de una transmutación casi cuántica, al cuarto de cada estudiante, para vigilar cada movimiento y cerrar el paso a todo lo que no esté contemplado en el contenido programático de cada materia.

Para colmo, señoreando este panorama espectral, he podido corroborar de qué manera, además, los entes rectores, llámese Ministerio, director o dueño -en caso de las instituciones privadas; se han dado a la tarea de supervisar a los profesores, esos que están supervisando a los estudiantes, para que tampoco tengan sosiego de ningún tipo. Cambios de horario, de sistemas planeamiento de clases, de evaluación, de reportes de asistencia, llenan los días (no vaya a ser que los salarios, que hasta se han visto disminuidos, no se ganen trabajando honestamente).

En efecto, la puerta del aula se abrió, y ha sido para mí una travesía muy dura. Me ha removido el paisaje de mis idilios, donde había una convivencia pacífica entre lo que era y lo que debía ser. Me ha develado aspectos oscuros de personas y estructuras que creía conocer y suponía eran de fiar. He sucumbido al atropello de una realidad cotidiana en la que no existe pandemia, ni dolor, ni sufrimiento, porque solo existe dar clases, pasar lista, enviar trabajos y calificarlos. He tenido que padecer en silencio, la aparición de días en los que todo se detuvo, y la noche fue un hueco oscuro e inerte; la llegada de las mascarillas cuando no había dónde obtenerlas; el sufrimiento de las filas calladas en todas partes, las distancias, los lavados permanentes, el miedo eterno al contacto, las pantallas en vez de caras amadas, los ojos secos, las manos de tecleados inacabables, los sueños desvanecidos, fantasmales; las noches que se volvieron una condena.

Ahora se habla de un retorno a clases y pienso en los soldados del ejército, los cuales deben obedecer la partida hacia el frente, solo que este frente es absolutamente redondo, el enemigo está en todas partes «allá afuera», y siento que, si sucede, se tratará de una terca necedad por alcanzar un oasis que no es más que un espejismo fabricado por las prisas.

Te amo

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Una frase, un encuentro, una revelación

Esta pequeña frase, la tan aparentemente temida y deseada en las peliculas de Hollywood, es motivo de reflexión en mi vida.

Criada en otra época, no sé, tal vez menos expresiva, casi que me he identificado notablemenete con la actitud que se refleja en las películas norteamericanas, donde pareciera que decirla responde a un más o menos largo proceso de maduración por parte del que la dice.

Sin embargo, en mi experiencia cotidiana, tengo que decir que esta pequeñísima frase ha sido especial desde mi perspectiva de profesora.  La empecé a escuchar, contrario a lo usual o esperado, de las niñas y adolescentes que han sido mis estudiantes por años.  Te amamos, ha rezado más de un mensaje escrito en cualquier papel. Te amo, teacher. Y yo escuchaba esto con sorpresa, preguntándome cómo podían decirlo así, como al descuido, con esa sonrisa abierta, tan infantil, que guardan todavía los estudiantes de secundaria sin saberlo.  Dos palabras  abrían casi dos mundos, separándolos y juntándolos a la vez.  Palabras que oradaron un roca muy profunda de mi a alma, la cual ni yo misma sabía que existía.  Unos podrán decir que es una frase hecha y que, probablemente, no guarda mayor contenido, pero aunque no lo tuviera, aunque fuera dicha así no más, puedo decir que me ha servido para encontrarme con un yo más aunténtico y seguro.  Ese pequeño amor, que es aprecio, que es cariño, confianza y gratitud, me ha permitido equivocarme con mayor serenidad en frente de mis estudiantes.  Me ha permitido enfermarme cuando he estado enferma, sin agregar a ese estado otro muy común entre el profesorado, que es la angustia de faltar a clases.  Me ha permitido regañar y corregir cuando he tenido que hacerlo, porque también he aprendido a decir «hago esto porque los quiero», me ha enseñado que es posible y que, de hecho, hay un gran espacio para el amor en el aula de clase, no solo si se es profesora de unos adorables pequeñines de maternal, o de unos traviesos escolares. No. También es posible con esos ruidosos, rebeldes (a veces con, a veces sin causa), orgullosos, despectivos y egocéntricos adolescentes; porque en determinado momento puede darse que aparezca esa frase, dicha, escrita en un papel cualquiera, o en una mirada de agradecimiento, y entonces todo cobra sentido.Y aquella actitud de miedo o expectativa de decirla o escucharla adquiere una dimensión más humana, más sencilla, y es la oportunidad de encontrarnos, y, en un momento llamado «secundaria» ser, además de adulto pensante y académicamente responsable, un corazón que ama.

Parálisis facial

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Un sufrimiento en silencio

Hace un año sufrí una parálisis facial, un mal repentino que nadie sabe explicar satisfactoriamente.  Se me presentó de pronto, sin que me diera cuenta de que estaba perdiendo el dominio de los músculos de mi cara del lado izquierdo por segundos y aceleradamente.  Era temprano en la mañana y había decidido ir a comprar pan para ese desayuno de domingo. Pero esa compra nunca se dio.  Cuando me vi en el espejo antes de salir, me quise maquillar un poco pero solo lograba lastimar mi ojo izquierdo.  Me quedé observando y noté algo extraño en mi cara, algo que no podía definir.  Inmediatamente fui donde uno de mis hijos, el que considero más tranquilo, y le pregunté si me notaba algo extraño.  Nunca olvidaré su respuesta:  No.  Solo que no pestañea de un ojo. ¡Nada! ¡Solo no pestañeaba! En ese momento sentí un profundo temor de estar sufriendo un derrame cerebral y le pedí de urgencia a mi marido que me llevara al hospital.

Son muchos los programas de televisión que hablan de los casos de un derrame cerebral, momento en el cual hay que actuar rápidamente.  Antes de salir, mi esposo me pidió que alzara los brazos, y como lo hice sin problema, me aseguró que no era un derrame cerebral.  Para mis adentros me dije: ¿Y quién sos? ¿El doctor Who?  Llegué al servicio de emergencias del Hospital Calderón Guardia y me atendieron muy bien.  Una doctora me examinó y me dijo: es una parálisis facial.  Le pregunté torpemente, pues ya era muy notorio que no podía hablar bien, a qué se debía y su respuesta fue algo como «no se sabe», «un virus», «un aire». Me recetó unas pastillas y me remitió a un médico especialista sin darme mayores detalles y me incapacitó diez días.  Como profesora, al cumplir los diez días, otro domingo fatídico, lloré desesperada pues sentía pánico de enfrentarme a mis compañeros de trabajo y a TODOS mis estudiantes adolescentes (soy profesora de todo el colegio en dos diferentes cursos).  Ahí empezaba mi calvario.  Un largo camino de voluntad, miedo, llanto y un sentimiento profundo de soledad, pero también de descubrimiento, humildad y perseverancia.

Un año después, puedo hablar de lo vivido.  Por ejemplo, intenté acupuntura.  Las agujas me provocaron pequeños moretones debido a lo cual la doctora privada a la que decidí acudir, me mandó un examen de sangre.  Ahora sé que fueron las agujas, pero en ese momento de tragedia, para mí podía ser cáncer en la sangre, debido al origen «desconocido» de los moretones. Da risa, pero en ese entonces no.  Esa misma doctora, a la que consulté dos meses después del «evento», fue la que me dijo que la dosis recetada inicialmente no fue la adecuada.  Quiso solucionarlo recetándome más esteroides, pero creo firmemente que fue demasiado tarde: las secuelas que pudieron evitarse con la dosis adecuada ya no eran «recuperables».  Eso lo sé ahora: la doctora de emergencias no multiplicó mi peso por los gramos del medicamento.  Pregunto: ¿será porque nadie me pesó cuando ingresé al consultorio de emergencias? La carencia de un simple acto rutinario y una rápida multiplicación, tendrían repercusiones inconmensurables para mí.

Fui a las sesiones de terapia a las que me remitió el especialista (quien sí deseo aclarar NO ERA NEURÓLOGO, SINO FISIATRA) y ahí estuve durante casi tres meses, dos veces por semana, con una boleta amenazante que colgaba sobre mi cabeza como una espada de Democles: «Si falta a una sesión de terapia, no se le atenderá más».

Los días seguían transcurriendo.  Me había enfrentado a mis estudiantes con mi cara torcida. No podía pronunciar ni la «p», ni la «b», ni en general, los sonidos bilabiales. Y esas bellas criaturitas llamadas «adolescentes», de las que medio mundo reniega, me entendieron, me apoyaron y decidieron pasar por alto todas las limitaciones con las que su profesora debería lidiar en adelante.  Por eso, y por las razones que siempre he tenido, amo a mis estudiantes y los amaré el resto de mi vida.

Fui teniendo leves mejoras.  Todo el mundo me aconsejaba terapias privadas con electricidad, y lo consulté con el famoso fisiatra, quien de nuevo me falló: «Ya se verá cómo avanza, todavía es muy pronto (¿casi tres meses?), pero si usted decide ir a una terapia privada, la sacamos del sistema.»  Sistema. ¿Sistema?  Ese sistema me recetó mal, ese mismo sistema me había mandado donde él y me tenía yendo a que me masajearan la cara durante escasos 10 minutos dos días por semana y me mandaba a la casa con una hoja de ejercicios básicos. Ese médico fue el mismo que me recetó dos botellas de lágrimas artificiales que duran UNA SEMANA después de abiertas (algo que descubrí TRES MESES DESPUÉS), me mandó a comprar a la farmacia de sus papás un caja de parches para el ojo (que la Caja Costarricense del Seguro Social no proporciona) y seis inyecciones de vitamina B12 (que tampoco receta la Caja). Era deprimente.

Decidí pasar a la terapia particular y abandonar, alegremente, el «sistema».  Mi hija mayor me recomendó una excelente clínica de fisioterapia ubicada en Coronado, y ahí me puse en manos de jóvenes licenciados en la materia, quienes con su carisma y entusiasmo, me dieron un gran tirón, me sacaron a flote, trabajaron con ahínco mis gestos de expresión y pude sentir una seria mejoría. La inversión económica fue muy grande, hay que aceptarlo, pero había que hacerlo.

La semana pasada cumplí mi primer año después de aquel fatídico domingo, y puedo asegurar que no soy la misma. No. He pasado doce meses juntando piezas de mi misma.  He aprendido a verme a la cara y a reconocerme en esa que perdió los gestos familiares.  Aprendí a maquillarme diferente y a aceptar que el tiempo tiene su propia marcha. Un año después me río, y con eso quiero decir que accedí de nuevo a ese acontecimiento en la vida de todo ser humano que se llama «risa».  Descubrí todos los pasajes más siniestros de mi personalidad; encontré mis monstruos, recorrí el laberinto del minotauro, aquel que alguna vez analicé con mis alumnos cuando leíamos a Borges.  Los cielos poco a poco se aclaran, y entendí que siempre, siempre, todo se puede poner peor.

Por esa razón, quisiera poder ser de ayuda para las personas que en este momento están sufriendo de una parálisis facial y decirles en primer lugar, que cuiden de la dosis inicial que les recetan, porque debe ser fuerte y es por tres o cinco días cruciales.  No se les ocurra ignorarla, por el contrario, síganla al pie de la letra.  A mí se me secaba mucho la boca, entraba en estados de pánico por eso, pero si les pasa, traten de respirar rítmicamente y serenarse, no se van a morir, créanme.  Vayan a la terapia, y si pueden, paguen una privada.  Si no pudieran, trabajen en su casa, dedíquense a ustedes, diez o quince minutos diarios.  Véanse al espejo, no importa lo que vean.  Díganse «lo podés lograr» cada vez que se acuerden. Y no se desanimen porque se les sale el líquido por un lado de la boca, o la comida también o si les «llora» un ojo.  Esos estados pasan.  Unos los superan más rápido que otros, pero a la inmensa mayoría se les quita.

Por mi carácter, muchas situaciones las pasé sola.  Pedí poca ayuda familiar.  En mi casa la vida continuó. No sé si no me comentaban mucho acerca de mi aspecto para hacerme olvidar o si realmente lo pasaban por alto.  Unos respondieron mejor que otros, y sé que me equivoqué mucho.  Quise muchos abrazos que no pedí, y no me dieron otros que solicité. Por ejemplo, mi mejor amiga me falló estrepitosamente.  En medio de todo este proceso, mi fe fue de gran apoyo, y personas que nunca creí, aparecieron en mi camino para darme la mano, puestas por la mano de Dios. Mi hija menor ha sido mi paño de lágrimas, y también mi conexión con la realidad. Como por mucho tiempo dejé de sonreír, muchos se alejaron.  Durante meses me victimicé y me definí como enferma. Cuando alguien me saludaba en alguna parte le contaba todo lo sucedido.  También por ratos me odié, odiaba mi cara diferente, la expresión que adquirí, mi ojo torpe, mi ceja caída, la comisura de mi boca que no termina de arquearse en una sonrisa.  No entendía (y aún sigo sin entender) porqué mi cerebro no encuentra el camino para enviar los impulsos eléctricos que mueven los músculos de mi cara.

Hoy, me sigue molestando el sonido que se genera en mi oído izquierdo cuando tenso ciertos músculos, el aire acondicionado que me resulta mortal, los ventiladores que son mis peores enemigos y mi maquillaje que dice «a prueba de agua» por el constantes lagrimeo que me provoca el viento.  Sin embargo, poco a poco puedo disfrutar de una paleta de dulce y succionar mejor que antes su sabor. Recuperé casi totalmente el parpadeo. Mis pestañas volvieron a parecerse bastante a las que tenía (se habían transformado de crespas a lisas).  Puedo pintarme los labios sin parecer un dibujo distorsionado y cuando mastico no se me cierra el ojo izquierdo.  Decidí cambiar mi imagen comprando otro aro para mis lentes y me corté el pelo diferente.

Si esta parálisis me dio por estrés, estoy tratando de que cada cual haga su vida a su manera (de todos modos lo van a hacer); si me dio por un virus, estoy alimentándome bien; si me dio por un «viento», me abrigo antes de salir y uso bufandas.  Practico en mí misma técnicas de medicina alternativa.  Medito.  Me ejercito más regularmente que antes.  Puedo verme a los ojos y reconozco que he sido valiente.  Me compro flores si creo que las necesito.  Llevo un pequeño diario y sobre todo, comprendo mis grandes limitaciones, disfrutando de los pequeños momentos de paz que llenan mis días.  Todo puede estar peor, lo sé, pero hoy, en especial, puedo asegurarles algo:  estoy mejor que ayer.  Así que comprendamos una cosa: de todos y cada uno de los maravillosos músculos de los cuales se componen nuestros fabulosos cuerpos, solo hemos perdido el movimiento de un puñado.  Podemos recuperarlos, y mientras lo logramos, vivamos intensamente este periodo oscuro.  Mañana será otro día.

PRUEBAS DE BACHILLERATO DE ESPAÑOL

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A propósito de los ítemes de lectura de textos no literarios utilizados por el
Ministerio de Educación Pública de Costa Rica

Este año 2014, como ha sido desde que las pruebas de bachillerato existen, los ítemes correspondientes a fragmentos de lectura de textos no literarios, carecen de la imprescindible referencia o fuente bibliográfica.
Como profesora de español, filóloga, siempre me ha parecido poco adecuado que, en un examen de idioma, donde se va a evaluar la comprensión lectora, no se cite el texto de donde se ha tomado la lectura. El problema que se genera a partir de dicha carencia, es que no conocemos si el contenido procede de un texto adecuado para la edad de los estudiantes evaluados, o si, por el contrario, propone ideas incomprensibles, con un grado de dificultad o de razonamiento que no son del todo decodificables para ellos.
Esta breve nota pretende llamar la atención sobre este punto, el cual no he sabido que haya sido discutido y mucho menos solventado hasta el momento.
Curiosamente, los ítemes que corresponden a las lecturas obligatorias y sugeridas por el MInisterio, sí cuentan, al pie de texto, con la referencia correspondiente.
Léase el siguiente ítem, correspondiente a la pregunta 8 de la prueba ordinaria, de noviembre de 2014:
«Desde hace aproximadamente treinta años, el encuentro entre las ciencias humanas y la problemática ambiental ha empezado a constituir una serie de temáticas y sub campos disciplinares. Esto, en términos generales, perfila la perspectiva humanista en la discusión ambiental, la que en mayor medida había sido asumida por las ciencias físicas. Se ha pasado de una construcción sociohistórica denominada naturaleza a una denominada ambiente, si a la primera correspondió el desarrollo y constitución de las ciencias humanas en el contexto de la modernidad, a la segunda construcción, le corresponde la incertidumbre de la posmodernidad y la transformación de las ciencias sociales, en concordancia con la reestructuración de los paradigmas científicos.»
Mis dudas son puntuales, aparte de la obvia sobre su procedencia. ¿Sabe, conoce y discrimina realmente un joven de 17 años, cuáles son las ciencias humanas y las físicas? ¿Hasta dónde será capaz de comprender que el encuentro entre las ciencias humanas y la problemática ambiental «ha empezado a constituir una serie de temáticas y sub campos disciplinares»? Yo esperaría que más de un profesor de Español considere difícil de comprender para un estudiante de bachillerato, la expresión «sub campos disciplinares», ¿o no? Sin llegar a que «esto perfila la perspectiva humanista», ¿perspectiva humanista asumida por las ciencias físicas? Quisiera equivocarme al creer que, a este punto, el nivel de dificultad del texto es grande y sigue creciendo al proponer el paso de una construcción sociohistórica del término «naturaleza» a la de «ambiente¨ (sin dejar de anotar que me preocupa la utilización de un texto en el cual no se aplica el tema de lógica de octavo nivel, referente al «uso y mención»). Pero siguiendo con el análisis, como si no fuera suficiente, el texto introduce una variable significativa: la incertidumbre de la posmodernidad, la cual, por si fuera poco, va «en concordancia con la reestructuración de los paradigmas científicos».
Ojalá me equivoque, y, para el momento de terminar de leer el ítem, todos los jóvenes costarricenses que resolvieron este examen, hayan podido contestar acertadamente lo que les pidieron:
«En el texto anterior, el concepto «construcción ambiente» está relacionado con la
A) perspectiva y el actual desarrollo de la sociohistoria.
B) serie de temáticas y sub campos disciplinarios, desde hace décadas.`
C) constitución de las ciencias humanas, en el contexto de la modernidad.
D) incertidumbre de la posmodernidad y la transformación de las ciencias sociales.»
¿Qué se está evaluando con este tipo de pregunta? ¿Qué demuestra una respuesta acertada y qué una equivocada? Si, como se nos ha explicado, en la prueba de bachillerato hay preguntas muy difíciles y otras muy fáciles, como toda prueba bien balanceada, ¿qué demuestran sus contrapartes, cuando preguntan si un verbo es regular o irregular, o si una palabra es derivada o compuesta?
He escuchado a defensores del bachillerato preguntarse qué sería de la educación secundaria si se eliminara esta prueba y que, seguramente, los profesores ya no enseñarían nada. Razones como estas me hacen dudar, no solo de los profesores, sino también de un sistema educativo que, sin un oneroso examen nacional, se derrumbaría en un abismo.

Mamá

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Mamá

´Yo no quiero tener hijos¨, frase de moda, muy actual, temida, malentendida, criticada. Esa es, para muchas mamás una bofetada, que le puede doler, pero que definitivamente, le abre los ojos. Le abre los ojos a destiempo, le abre el telón de una obra muy suya, una obra en la que actuó con aciertos y desaciertos (como suele ser la maternidad) y en cuyo papel seguirá ¡hasta el fin de los tiempos!
Decir todo lo que significa en la vida de una mujer el hecho de llegar a ser madre, es casi una necedad. Hay tomos enteros destinados a ese tema, antiguas enciclopedias y montones de artículos y libros digitales en la red. Pero de la que quiero hablar es de la mamá cuando los hijos crecen. Esa señora que será rechazada cuando quiera dar ayuda, y no causará el efecto esperado cuando se crea muy graciosa o bienvenida. Esa mamá, como mamá que es, ocupará un espacio indefinido, a menudo trazado en un claroscuro, que para los hijos es clarísimo: mamá es mamá. Con toda la obviedad que encierre esa frase. Porque llega un momento en que los hijos, si se tiene la buena o la mala suerte de que le cuenten algo, será para que se los oiga, no para que ´se meta`en sus asuntos, o se cometa el sacrilegio de opinar y, mucho menos, de tomar partido. Eso sin contar con las épocas enteras en las que el silencio de sus vástagos la lleve a transitar los territorios de la adivinación, siempre resbalosos e inseguros, pero por sobre todo, inciertos.
La mamá con hijos grandes pasa, de ser la que decide, a la que tendrá que aprender mucho sobre el raro artilugio de la invisibilidad, la invaluable virtud del silencio, el arte de olvidar, la destreza de aparecer casi ùnicamente en emergencias y la dicha de contar con viejas amigas a las cuales recurrir cuando, una tarde cualquiera, a ese hijo ya crecido, se le ocurra reconstruir historias donde el único héroe fue él y, posiblemente por ello, le debamos todo lo que somos o tenemos. Esa mamá, de ser la protagonista, pasará a personaje secundario. Uno muy importante, que deberá, cuando se le pida, resolver problemas de todo tipo y que, depués de tanta vuelta y revuelta, se dará cuenta de que la idea de no tener hijos no es tan loca como parece.

Educación: una búsqueda constante y universal

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Sin duda alguna, hablar sobre educación da para mucho. Y hoy no es la excepción, ni a nivel nacional ni a nivel regional (consúltense las Metas Educativas para el 2021).  Uno de los más claros ejemplos es el de Estados Unidos de Norteamérica, donde se encuentra muy candente la puesta en marcha de lo que han llamado Common Core, una propuesta que busca unificar estándares, y esta vez, se trata de estándares muy elevados.

En ese sentido, puedo decir que el Common Core, en específico, me ha hecho reflexionar sobre nuestro “equivalente”bachillerato nacional, ese de tan temidas pruebas, el cual siempre he considerado y considero un verdadero desperdicio de recursos si no se restructura de manera profunda y, por qué no, de forma muy similar (se vale copiar) a lo que se está pretendiendo en nuestro vecino país del norte. 

En primer lugar, no es posible, en la prueba de Español (materia que imparto) algún genio maquiavélico haya estructurado varias preguntas sobre la existencia o no de encabalgamientos en poesía, donde el signo de puntuación presente, hacía dudar al estudiante.   O tal vez fueron peores las preguntas sobre la obra Bodas de sangre, obra que, perfectamente hubo estudiantes en el país que no leyeron debido a la amplia variedad de lecturas posibles para undécimo año. Tales preguntas, dicho sea de paso, requerían haber hecho, no solo la lectura, sino el análisis de los personajes y, por supuesto, habérselo aprendido de memoria, ya que no hay manera posible de que nadie pueda deducir la respuesta. Lo mejor de todo esto es que, cuando me atrevo a externar este tipo de comentario ante mis colegas, me arriesgo (obviamente me ha pasado) a que, con expresiones de asombro (interpretación muy condescendiente) se me diga: “Tranquila, vos apelás la pregunta, y ya.” O peor: “Pero si siempre anulan como cuatro preguntas, así que eso compensa los resultados.” Eso significa que, cómplices todos de una irremediable mediocridad sin sentido, al final nos debemos aferrar a los números y ya. Tranquilos. Si hay cientos de estudiantes que estudiaron, leyeron, se preocuparon o no, pero que de igual modo no lograron superar la prueba, o sea. ¡cero estrés! Siempre queda el viejo y efectivo recurso: ¡Los estudiantes son unos vagos!  Y no digo que algunos no lo sean, pero yo creo que no solo hay estudiantes vagos, también hay algunos profesores vagos, algunos directores vagos, algunos cordinadores vagos distribuidos a lo largo y ancho del territorio nacional.

La educación, esa que ha preocupado a la humanidad por siglos de siglos, ha tenido el cambio como una de sus constantes.  Y de eso se trata, de cambiar, modificar, introducir variaciones que vayan de acuerdo con los tiempos.  En la actualidad, los estudiantes no son, digámoslo con todas sus letras, NO SON como hace diez años, ni siquiera como hace cinco.  Ya los muchachos no quieren sentarse a oir y oir, copiar y copiar. Los jóvenes con los que yo trabajo quieren preguntar, tienen dudas, cuestionan. Desean ser partícipes de su formación.  Pueden llegar a ser verdaderos gestores de su aprendizaje.  Por ese motivo, entre otros,  no es posible que, después de que muchos profesores han imaginado, creado e implementado nuevas formas de dar clases, esos estudiantes lleguen a un examen de bachillerato donde se les pregunta si un grupo de palabras se formó por derivación, composición o si son onomatopeyas.  No puede ser que toda la fuerza y el entusiasmo de docentes innovadores se reduzca a que los estudiantes reconozcan entre formas verbales regulares e irregulares, tipo “corrieron” y “durmió”.  Preguntas como estas hay otras muchas, que, por referirse a conocimientos tan básicos, plantearlas de manera “ingeniosa” y complicada las ha llegado a convertir en absurdas.

No pongo en duda que mover toda la plataforma educativa que se ha construido a lo largo del tiempo en nuestro país sea una empresa gigantesca.  Pero tampoco dudo de que se puedan modificar, no solo los contenidos, sino el enfoque de las pruebas en sí mismo.  Numerosas veces he expresado mi malestar por ellas, así como mi deseo de que desaparezcan.  Con el tiempo y la experiencia, me he resignado a concebir su cambio. No es posible seguir ingnorando que los estudiantes de hoy son diferentes.  Es insostenible negarle el paso a la tecnología en el aula.  Es imperdonable el miedo a introducir nuevas corrientes, enfoques, objetivos y evaluaciones a lo que, como ya dije y por su naturaleza, es sinónimo de trasformación. Es imperativa la unificación de voluntades dispuestas a aventurarse en lo desconocido, con el pensamiento puesto siempre en el bien común y en la construcción de una patria donde el entusiasmo y el empeño por alcanzar la excelencia y hacer posible una nueva realidad, sea el objetivo común de unos ciudadanos que reconocen su responsabilidad con el futuro.

Estudiantes difíciles

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… o hasta «imposibles»

Escribo esto después de un año de imponente silencio en mi blog. Hoy lo que me mueve a escribir es mi experiencia de este año con un grupo de estudiantes calificados como difíciles. Me la pasé ansiosa y preocupada. Pasé un año lectivo cargada de frases referentes a todo lo negativo que pudieran tener estos estudiantes, y eso me llevó tanto tiempo y me robó tanta paz que, al final de mi curso, cuando vi toda la superación que habían logrado, el empeño que pusieron en mi materia, las buenas relaciones que habíamos establecido y el gran cariño cultivado entre nosotros durante estos meses, honestamente me quedé atónita. Estos jóvenes, a quienes había vigilado de cerca y reprendido, mi grupo guía, también me habían hecho reir. Algunos abrazos inesperados me habían llegado, a lo largo del curso, solicitando consuelo. Me di cuenta de que había poesías que jamás hubieran nacido si no las hubiera insinuado. Vi hacia atrás y me acordé de los ensayos de hermosos bailes a los que había ido, en los cuales fui testigo de su ingenio y su talento artístico. Había usado su camiseta el Día del Deporte, y recordé las fotos que les tomé ese y otros días. Los había escuchado recitanto versos de la Ilíada, y había visto sus caras de asombro cuando descubrieron que Catulo amó, odió y lloró la muerte de un hermano (poema CI) tal cual ellos pueden sentir hoy. Estaba ahí cuando me dijeron que, después de todo, don Quijote no era tan loco como lo pintan. Los acompañé a cuidar niñitos de prekinder y kinder, y conocí su lado maternal y paternal.
Estuve muy preocupada todo el año, temiendo lo peor, pero también viviendo intensamente al lado de una generación singular. Estuve muy ocupada escuchando comentarios negativos, y alguna vez la frustración me hizo llorar, pero mi corazón, una vez más, trabajó por su cuenta. Mientras mi cerebro y mis oídos trataban de procesar informaciones distorsionantes, mis manos les hacían galletas y dibujaban premios, mi corazón les seguía los pasos en sus canciones y, poco a poco, ganaba terreno en los de ellos.
Al final, tuvieron que ser los resultados académicos los que me sacaran de las nieblas. Todos ganaron mi curso, y en el resto de materias, solo un par han tenido problemas.
No fue lo esperado. Unos estudiantes difíciles, con predicciones altamente negativas, salieron adelante. Solo puedo hablar de mi materia, pero sentir el abrazo de agradecimiento de un estudiante que estoy segura, hizo trampa en una de mis pruebas, y al que le di un voto de confianza, no tiene precio para mí.
Hoy, al terminar el año, mis hipótesis renacen: en la enseñanza el amor es un ingrediente vital, es la sal. El humor, la pimienta. Las sonrisas, hermosos recipientes. Y las palabras, en vez de dardos, jamás deben dejar de decir cuánto uno ama a sus estudiantes, pues son esa cubierta que jamás le sobra a los pasteles.
La pregunta es si los estudiantes difíciles lo son 100% o si seremos los adultos los que, endurecidos y temerosos, restamos importancia al porcentaje que le toca al amor, a la risa, al llanto y a la comprensión en esta jamás escrita y nunca terminada receta de la educación.