Un sufrimiento en silencio
Hace un año sufrí una parálisis facial, un mal repentino que nadie sabe explicar satisfactoriamente. Se me presentó de pronto, sin que me diera cuenta de que estaba perdiendo el dominio de los músculos de mi cara del lado izquierdo por segundos y aceleradamente. Era temprano en la mañana y había decidido ir a comprar pan para ese desayuno de domingo. Pero esa compra nunca se dio. Cuando me vi en el espejo antes de salir, me quise maquillar un poco pero solo lograba lastimar mi ojo izquierdo. Me quedé observando y noté algo extraño en mi cara, algo que no podía definir. Inmediatamente fui donde uno de mis hijos, el que considero más tranquilo, y le pregunté si me notaba algo extraño. Nunca olvidaré su respuesta: No. Solo que no pestañea de un ojo. ¡Nada! ¡Solo no pestañeaba! En ese momento sentí un profundo temor de estar sufriendo un derrame cerebral y le pedí de urgencia a mi marido que me llevara al hospital.
Son muchos los programas de televisión que hablan de los casos de un derrame cerebral, momento en el cual hay que actuar rápidamente. Antes de salir, mi esposo me pidió que alzara los brazos, y como lo hice sin problema, me aseguró que no era un derrame cerebral. Para mis adentros me dije: ¿Y quién sos? ¿El doctor Who? Llegué al servicio de emergencias del Hospital Calderón Guardia y me atendieron muy bien. Una doctora me examinó y me dijo: es una parálisis facial. Le pregunté torpemente, pues ya era muy notorio que no podía hablar bien, a qué se debía y su respuesta fue algo como «no se sabe», «un virus», «un aire». Me recetó unas pastillas y me remitió a un médico especialista sin darme mayores detalles y me incapacitó diez días. Como profesora, al cumplir los diez días, otro domingo fatídico, lloré desesperada pues sentía pánico de enfrentarme a mis compañeros de trabajo y a TODOS mis estudiantes adolescentes (soy profesora de todo el colegio en dos diferentes cursos). Ahí empezaba mi calvario. Un largo camino de voluntad, miedo, llanto y un sentimiento profundo de soledad, pero también de descubrimiento, humildad y perseverancia.
Un año después, puedo hablar de lo vivido. Por ejemplo, intenté acupuntura. Las agujas me provocaron pequeños moretones debido a lo cual la doctora privada a la que decidí acudir, me mandó un examen de sangre. Ahora sé que fueron las agujas, pero en ese momento de tragedia, para mí podía ser cáncer en la sangre, debido al origen «desconocido» de los moretones. Da risa, pero en ese entonces no. Esa misma doctora, a la que consulté dos meses después del «evento», fue la que me dijo que la dosis recetada inicialmente no fue la adecuada. Quiso solucionarlo recetándome más esteroides, pero creo firmemente que fue demasiado tarde: las secuelas que pudieron evitarse con la dosis adecuada ya no eran «recuperables». Eso lo sé ahora: la doctora de emergencias no multiplicó mi peso por los gramos del medicamento. Pregunto: ¿será porque nadie me pesó cuando ingresé al consultorio de emergencias? La carencia de un simple acto rutinario y una rápida multiplicación, tendrían repercusiones inconmensurables para mí.
Fui a las sesiones de terapia a las que me remitió el especialista (quien sí deseo aclarar NO ERA NEURÓLOGO, SINO FISIATRA) y ahí estuve durante casi tres meses, dos veces por semana, con una boleta amenazante que colgaba sobre mi cabeza como una espada de Democles: «Si falta a una sesión de terapia, no se le atenderá más».
Los días seguían transcurriendo. Me había enfrentado a mis estudiantes con mi cara torcida. No podía pronunciar ni la «p», ni la «b», ni en general, los sonidos bilabiales. Y esas bellas criaturitas llamadas «adolescentes», de las que medio mundo reniega, me entendieron, me apoyaron y decidieron pasar por alto todas las limitaciones con las que su profesora debería lidiar en adelante. Por eso, y por las razones que siempre he tenido, amo a mis estudiantes y los amaré el resto de mi vida.
Fui teniendo leves mejoras. Todo el mundo me aconsejaba terapias privadas con electricidad, y lo consulté con el famoso fisiatra, quien de nuevo me falló: «Ya se verá cómo avanza, todavía es muy pronto (¿casi tres meses?), pero si usted decide ir a una terapia privada, la sacamos del sistema.» Sistema. ¿Sistema? Ese sistema me recetó mal, ese mismo sistema me había mandado donde él y me tenía yendo a que me masajearan la cara durante escasos 10 minutos dos días por semana y me mandaba a la casa con una hoja de ejercicios básicos. Ese médico fue el mismo que me recetó dos botellas de lágrimas artificiales que duran UNA SEMANA después de abiertas (algo que descubrí TRES MESES DESPUÉS), me mandó a comprar a la farmacia de sus papás un caja de parches para el ojo (que la Caja Costarricense del Seguro Social no proporciona) y seis inyecciones de vitamina B12 (que tampoco receta la Caja). Era deprimente.
Decidí pasar a la terapia particular y abandonar, alegremente, el «sistema». Mi hija mayor me recomendó una excelente clínica de fisioterapia ubicada en Coronado, y ahí me puse en manos de jóvenes licenciados en la materia, quienes con su carisma y entusiasmo, me dieron un gran tirón, me sacaron a flote, trabajaron con ahínco mis gestos de expresión y pude sentir una seria mejoría. La inversión económica fue muy grande, hay que aceptarlo, pero había que hacerlo.
La semana pasada cumplí mi primer año después de aquel fatídico domingo, y puedo asegurar que no soy la misma. No. He pasado doce meses juntando piezas de mi misma. He aprendido a verme a la cara y a reconocerme en esa que perdió los gestos familiares. Aprendí a maquillarme diferente y a aceptar que el tiempo tiene su propia marcha. Un año después me río, y con eso quiero decir que accedí de nuevo a ese acontecimiento en la vida de todo ser humano que se llama «risa». Descubrí todos los pasajes más siniestros de mi personalidad; encontré mis monstruos, recorrí el laberinto del minotauro, aquel que alguna vez analicé con mis alumnos cuando leíamos a Borges. Los cielos poco a poco se aclaran, y entendí que siempre, siempre, todo se puede poner peor.
Por esa razón, quisiera poder ser de ayuda para las personas que en este momento están sufriendo de una parálisis facial y decirles en primer lugar, que cuiden de la dosis inicial que les recetan, porque debe ser fuerte y es por tres o cinco días cruciales. No se les ocurra ignorarla, por el contrario, síganla al pie de la letra. A mí se me secaba mucho la boca, entraba en estados de pánico por eso, pero si les pasa, traten de respirar rítmicamente y serenarse, no se van a morir, créanme. Vayan a la terapia, y si pueden, paguen una privada. Si no pudieran, trabajen en su casa, dedíquense a ustedes, diez o quince minutos diarios. Véanse al espejo, no importa lo que vean. Díganse «lo podés lograr» cada vez que se acuerden. Y no se desanimen porque se les sale el líquido por un lado de la boca, o la comida también o si les «llora» un ojo. Esos estados pasan. Unos los superan más rápido que otros, pero a la inmensa mayoría se les quita.
Por mi carácter, muchas situaciones las pasé sola. Pedí poca ayuda familiar. En mi casa la vida continuó. No sé si no me comentaban mucho acerca de mi aspecto para hacerme olvidar o si realmente lo pasaban por alto. Unos respondieron mejor que otros, y sé que me equivoqué mucho. Quise muchos abrazos que no pedí, y no me dieron otros que solicité. Por ejemplo, mi mejor amiga me falló estrepitosamente. En medio de todo este proceso, mi fe fue de gran apoyo, y personas que nunca creí, aparecieron en mi camino para darme la mano, puestas por la mano de Dios. Mi hija menor ha sido mi paño de lágrimas, y también mi conexión con la realidad. Como por mucho tiempo dejé de sonreír, muchos se alejaron. Durante meses me victimicé y me definí como enferma. Cuando alguien me saludaba en alguna parte le contaba todo lo sucedido. También por ratos me odié, odiaba mi cara diferente, la expresión que adquirí, mi ojo torpe, mi ceja caída, la comisura de mi boca que no termina de arquearse en una sonrisa. No entendía (y aún sigo sin entender) porqué mi cerebro no encuentra el camino para enviar los impulsos eléctricos que mueven los músculos de mi cara.
Hoy, me sigue molestando el sonido que se genera en mi oído izquierdo cuando tenso ciertos músculos, el aire acondicionado que me resulta mortal, los ventiladores que son mis peores enemigos y mi maquillaje que dice «a prueba de agua» por el constantes lagrimeo que me provoca el viento. Sin embargo, poco a poco puedo disfrutar de una paleta de dulce y succionar mejor que antes su sabor. Recuperé casi totalmente el parpadeo. Mis pestañas volvieron a parecerse bastante a las que tenía (se habían transformado de crespas a lisas). Puedo pintarme los labios sin parecer un dibujo distorsionado y cuando mastico no se me cierra el ojo izquierdo. Decidí cambiar mi imagen comprando otro aro para mis lentes y me corté el pelo diferente.
Si esta parálisis me dio por estrés, estoy tratando de que cada cual haga su vida a su manera (de todos modos lo van a hacer); si me dio por un virus, estoy alimentándome bien; si me dio por un «viento», me abrigo antes de salir y uso bufandas. Practico en mí misma técnicas de medicina alternativa. Medito. Me ejercito más regularmente que antes. Puedo verme a los ojos y reconozco que he sido valiente. Me compro flores si creo que las necesito. Llevo un pequeño diario y sobre todo, comprendo mis grandes limitaciones, disfrutando de los pequeños momentos de paz que llenan mis días. Todo puede estar peor, lo sé, pero hoy, en especial, puedo asegurarles algo: estoy mejor que ayer. Así que comprendamos una cosa: de todos y cada uno de los maravillosos músculos de los cuales se componen nuestros fabulosos cuerpos, solo hemos perdido el movimiento de un puñado. Podemos recuperarlos, y mientras lo logramos, vivamos intensamente este periodo oscuro. Mañana será otro día.