Borges, a sus 85 años, nos recomienda en su poema Instantes, cometer más errores. Suena atroz. Me gusta pensar que con eso se refiere, específicamente, a lo de no mortificarse con la perfección, como continúa en el verso siguiente. Relajarse y ser más tonto, ¿hacerse el tonto? Tal vez. Correr riesgos, viajar, contemplar los atardeceres. Comer más helados y menos habas… pero bueno, supongo que vivió tanto porque no siguió tales consejos… Vivir sensatamente, para los que lo hacen, podría resultar, al final de la vida, aborrecible. Así le pasó a él. Vivir el momento…¿quién dice que los sensatos no viven cada momento? Además, viajar liviano y descalzo podría traducirse en muchos problemas, tanto en verano como en invierno… y sin paraguas, ni qué decir.
Ver más amaneceres, jugar con niños… En fin, ¿cuál poeta no retomaría la vida en sus postreros momentos –si le da tiempo, por supuesto- y no los aprovecharía para lanzar, líricamente, una que otra frase metafórica?
Pues bien, creo que algo queda por rescatar de lo anterior.
Lo de cometer más errores me sigue molestando. Repito. Los errores son inevitables, no creo en la posibilidad de cometerlos intencionalmente. Se trata de preocuparnos menos con eso de ser perfectos, no temerles, no limitarnos a ellos, no magnificarlos. Equivocarse puede ser superado.
Me gusta lo de ser más tonto, no sé por qué, pero siempre he identificado la inteligencia con la intolerancia, el orgullo y la autosuficiencia, las cuales muchas veces existen solapadamente. Y es que no necesariamente se trata de ser tonto, sino tal vez, más ingenuo. Ir por el mundo con menos prevención, aunque aumente la posibilidad de sufrir más desengaños. Supongo que a eso se refiere Borges.
Sin embargo, lo de cuestionar la sensatez o divorciarla de los buenos momentos es lo que más me estorba del poema. La sensatez nos salva, precisamos de ella. Es más, creo que los buenos momentos dependen de este imprescindible ingrediente.
La insensatez seduce. Tiene brillo, es hilarante. Va y viene llena de una aparente alegría. La encontramos en los rostros de muchos conocidos, amigos o familiares que viven despreocupadamente. Mientras nosotros estudiamos, ellos se divierten. Cuando más nos abruman los trabajos y las investigaciones, ellos pasan a nuestro lado y se despiden para irse a sus fiestas. Van a nuestra boda y disfrutan a muerte, porque -como se encargan de hacernos saber- ¡permanecen solteros!
Alguno que otro sufrirá un traspiés, pero la intensa luz que irradian los insensatos nos impide darle la correspondiente medida. Acuden al bautizo de nuestros hijos, y a lo mejor llegan a ser padrinos o madrinas, porque su insensatez nos sigue atrayendo. Una que otra vez, en las reuniones que coincidimos, habrá muchas bromas sobre nuestra sensata y aburrida vida, tantos hijos, tantos préstamos, tanto dinero en escuelas, en uniformes, en libros. Tantos buenos ratos perdidos, tantas chicas o chicos que no conocimos, tantos bares nuevos que no estrenamos, películas que nos perdimos, obras de teatro que no imaginamos, viajes que no realizamos… ¡Ah!, la insensatez, qué bella. Y no es que el matrimonio, los hijos o los grados académicos nos vacunen contra ella. No. Está en todas partes.
El cónyuge que realiza verdaderos esfuerzos por no perderse de los bares, las películas, los viajes, la compañía a la que supuestamente renunció, es un gran amigo de lo insensato. Tiene un pie en tierra firme y otro en el abismo, pero ¡se le ve tan contento! ¡Ese sí sabe hacerlo!
En cambio el sensato se queda en casa, cumple con sus responsabilidades y, probablemente, se pierde uno que otro estreno, moda, fiesta o viaje. Pareciera que la vida le pasara por encima y lo superara. Mientras estudia, se hace cargo de los que hacen poco o nada. Cuando trabaja, lo hace intensamente. Busca las responsabilidades, se siente atraído por ellas, pero más de una vez suspira… ¡oh insensatez! que bella pareces.
Estamos tan obnubilados por lo insensato que nos olvidamos de todo lo que vamos construyendo y, a veces, hasta llegamos a despreciarlo. En el proyecto matrimonial invertimos con valor el tesoro de nuestros sentimientos. Con nuestros hijos, la vida nos abre puertas desconocidas, nos olvidamos de nosotros mismos, renacemos. En nuestra casa, las paredes se llenan de recuerdos donde el amor y el empeño crecen vigorosos. En nuestros días sin bares o teatros, inventamos la obra irrepetible de cada día, en la cual, sin duda, el ingenio fue un invitado. Nuestro trabajo sosegado sustentó nuestra familia y aquellos otros, esos que jamás conocimos, sin duda, no nos hacen falta. Pasamos por la vida sin ver muchas cosas, pero vivimos intensamente otras. Cuidamos de nuestra pareja, pasamos noches en vela a la par de un hijo enfermo. Nos preocuparon las mensualidades, los gastos. Tuvimos mascotas, nos complicamos… y, por eso mismo, ¿hasta qué punto, me digo, no fuimos insensatos?