Estas, por última vez, en dondequiera
Leo, con hondo pesar, que don Enrique ha muerto. Porque era conocido así de simple en la Facultad de Letras de Universidad de Costa Rica: don Enrique. Fue mi maestro en el área de lingüística, algunas veces con aquel horario temible de las siete de la mañana. Con esa voz profunda, de mar calmo pero lleno de toda clase de posibilidades, descubrí el mundo fascinante, no solo de la lingüistica, sino de la semántica, la semiótica, las lenguas aborígenes costarricenses y otras muchas que él dominaba con su característica serenidad.
Siempre de prisa, parecía que don Enrique no te conocía. Error. Él sabía quién eras, qué curso llevabas, todo. Con los años, por supuesto, se convirtió indudablemente en la figura del viejo sabio, pero ¿no es que siempre lo fue? Serio, riguroso, simpático; tan pronto te recitaba el sistema fonológico del suajili (sin omitir su origen histórico), como te hacía una broma, la cual celebraba con una risa que resonaba por todo el edificio de Letras. Eso sí, andaba siempre de prisa, como si quisiera estar en todas partes, de ahí mi frase introductoria, extraída de algún lugar de mis múltiples lecturas y dedicada a él con inmenso respeto y cariño: estas por última vez en dondequiera. Así lo siento, así lo veo, caminando ágilmente, desapareciendo en momentos en los que pudiera figurar o apareciendo cuando más lo necesitabas.
A don Enrique Margery le debo mi permanencia en la Facultad de Letras precisamente porque él sabía quién era yo y supo leer en mi cara, un día, la tribulación particular que me estaba haciendo dimitir de la carrera. Por eso se acercó después de la clase, esa vez era un curso vespertino. Recuerdo que cogí mis cosas para salir, dispuesta a no volver a la universidad, y, en ese instante me llamó y me preguntó, con esa voz que podía abarcarlo todo, con ese gesto paternal que jamás olvidaré: «¿Qué te pasa?» Con un tanto de resistencia de mi parte, supo detener su cotidiano apresuramiento y se quedó en medio del pasillo a escuchar mi pequeña tragedia personal. Después de haber perdido a mi mamá, años atrás, acababa de perder a mi padre de un infarto. Me sentía, a pesar de no ser una jovencita, perdida en medio de una horfandad que me privaba de todas las respuestas que, ahora, nunca iba a tener. Casada, con hijos pequeños, con un deseo de estudiar que en realidad era una batalla contra todos y contra todo, me sentía derrotada. Las cosas perdían sentido para mí. No podía seguir con mis cursos, al borde de los exámenes, con ese duelo y tantos detalles que finiquitar. Pero don Enrique me detuvo y me dio esa órden que yo necesitaba: «No, mija, usted tiene que seguir. La vida sigue y usted no puede salirse ahora, con todo lo que ha ganado. Tiene que seguir, porque si se sale ahora, se va a arrepentir toda su vida.» Y así fue. Mientras un maremagnum de certezas tiraba de mí hacia el abandono académico, una sola frase, con todo el peso de un maestro, me retuvo, pudo más que mil tormentas.
Claro que recordamos las enseñanzas de nuestros grandes maestros, el conocimiento que nos legaron como estudiantes y como ciudadanos del mundo, pero yo recuerdo a don Enrique por una sola frase que me acompaña cada día cuando deseo tirarlo todo por la ventana: tengo que seguir.