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Cuba, mártir o santa

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Hace pocos días nos llegaron las últimas noticias desde Cuba: ya los cubanos pueden comprar celulares, computadoras y hasta pueden hospedarse en los hoteles antes reservados para los turistas. Qué alivio y qué perturbador. Porque para comprender los alcances de estas noticias es necesario haber estado en Cuba hace poco y haber observado “de primera mano”, lo que era y posiblemente seguirá siendo por un tiempo, Cuba NO para los cubanos, el mundo NO para los cubanos, los avances tecnológicos NO para los cubanos; pues la realidad cotidiana para ellos ha sido tiendas inaccesibles, restaurantes inaccesibles, hoteles inaccesibles, medicinas inaccesibles, comidas inaccesibles, medios de transporte inaccesibles, libros inaccesibles, comunicaciones inaccesibles, entretenimiento inaccesible, libre expresión inaccesible, y así repetidamente en una lista, a su vez, inaccesible por desconocida para los extranjeros pero muy, muy extensa por intuición.

¿Cuánto tardará en despertar este pueblo que por 49 años ha estado convencido de que en Cuba hubo, hay y habrá solamente tres jóvenes revolucionarios -como tan campantemente anuncian cada cierta distancia vallas enormes en sus carreteras-? ¿Cuánto tardará en tomar las riendas de su destino, un joven de 49 años después de tener por padre a un enajenado que lo decidía todo?

Recorrí La Habana de principio a fin por calles y callejuelas. No vi a nadie con una sola escoba, con un solo tarro de pintura, con una esponja, limpiando aquellas casas de hermosísimas y sucias escalinatas de mármol y agonizantes fachadas. Razón: era prohibido. Prohibido porque ¿de dónde sacó, camarada, para comprar pintura en el mercado negro con prohibidos dólares? Hablé con jóvenes de la edad de mis hijos que no conocían una computadora. Vi carretones cargados con familias enteras que se desplazaban un domingo a la playa donde “era permitido” ir. Vi cabezales a los que se les enganchaban dos “vagones” los cuales se llenaban hasta reventar de gente; eran los llamados “camellos”. Les tenía gran temor por el ruido de sus motores, la velocidad con la que se desplazaban y su aspecto siniestro. Los cubanos los llaman “tanda’e tres”: sexo, sudor y lágrimas, porque, una vez adentro, cualquiera de esas tres palabras se te puede convertir en realidad. Vi una novia acongojada porque su noche de bodas estaba arruinada por un trámite traspapelado en el Comité Central de no sé qué cuántos. Oí a un niño que nos preguntaba “¿me tengo que ir con ustedes?”, después de regalarle unos confites. Escuché a una joven preguntarme cuándo me iba para ir a recoger mis pantalones de mezclilla. Vi a un equipo de futbol juvenil jugar un partido SIN ZAPATOS y vi al equipo costarricense, después de ganarles y con mucha vergüenza por supuesto, quitarse hasta las medias y dejárselas de regalo…quizás lo más triste fue observar la alegría con que se dejaban aquellos sudados tesoros.

Yo no sé si Raulito, como se le ha conocido en algunos medios al hermano de Fidel, hace bien o mal en no destapar la olla de una sola vez. No sé tampoco qué va a pasar con la bendita posibilidad de comprar celular o computadora, porque “entre dicho y hecho hay un gran trecho”. Pero, en realidad, las posibilidades múltiples y los últimos acontecimientos demuestran una inquietud, posiblemente acumulada durante años, por Raúl.

El pueblo cubano es un fenómeno mundial sin precedentes. Formado por gente buena y leal, ha elevado a la sétima potencia estas características. Ha tocado fondo en pos los ideales representados por aquellos tres jóvenes revolucionarios cuya fecha de nacimiento suena, para los más jóvenes, como sinónimo de tiempos farahónicos. Han comido lo que el Comandante les ha permitido comer; han vestido lo que el Comandante les ha permitido vestir; han leído y repetido lo que el Comandante les ha permitido leer y repetir; han pensado a unísono con él; han aplaudido un discurso repetido y vergonzosamente pronunciado, una y otra vez, en la plaza de una añeja revolución. Esta revolución venció a un gobierno deplorable pero convirtió a la ciudadanía en un ejército desdibujado y feroz al que se le enseñó a odiar la diferencia, a desconfiar, a dejar de imaginar porque había un Otro, el Comandante, que era el único que “sabía”. ¿Qué sabía?, pues de carros nuevos y buenos, como los Mercedes Benz blindados y último modelo en los cuales se desplazaba por entre ruinosos Ford del año 1950. ¿Qué sabía?, sabía que el mundo avanzaba, y las comunicaciones y los descubrimientos y entonces decidió que nadie podía saberlos, y si los sabía, no tendría acceso a ellos.

Pero no basta creerse un dios, autoproclamarse padre de un pueblo o dictador de un país. Hace falta el apoyo popular y un enorme mecanismo de represión, una organización cuyos tentáculos se extiendan hasta por debajo de las camas o de la piel. La fragua en donde se forjó la Cuba de hoy es complicada. La red de las imposiciones se mezcló, para un pueblo afectuoso, con las emociones más profundas y las certezas más equívocas. El mal trago de la pobreza y el silencio, se lo bajó Cuba entera al ritmo de un son que, mientras para ellos era un medio de supervivencia, para el resto del mundo se convirtió en el himno inexplicable de un pueblo sonoro, amable y oprimido.

No dudo del amor que Fidel puede sentir por su pueblo, pero en nombre del amor se han cometido en este mundo grandes atrocidades. Se habla de mártir cuando alguno muere en nombre de una causa, entonces, Cuba entera sería la gran mártir del socialismo recrudecido. Cayó Rusia, pero no cayó Cuba. Qué orgullo el continuar blandiendo tal bandera. Asentada en míseros individuos, junto con ella se denigró el más elemental derecho del ser humano a ser respetado y a tener respeto por sí mismo.

A este país mítico, atrapado entre las garras de un tiempo y unos jóvenes igualmente míticos –dos de ellos muertos hace décadas- lo hemos visitado muchos como quien acude a un gran museo: el museo de la supervivencia y la necesidad. Hemos llorado en el vestíbulo del edificio consagrado a José Martí y sus ideales de libertad: “La libertad-reza una de sus frases- para ser viable tiene que ser sincera y plena. Si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república.” Y el remedo de república que creó Fidel seguía eligiendo una y otra vez al mismo individuo que les escribía esta y otras frases semejantes en letras doradas y enormes, como enorme era la desvergüenza de un hombre que traicionó los fundamentos del pensamiento martiano hasta lo indecible. Un hombre sin decoro, como diría Martí, le robó el decoro al pueblo de Cuba. Lo violentó, lo redujo al miedo y la impotencia, le doblegó el pecho recio que con tanto orgullo levantó en su única y verdadera victoria contra Batista. Y Fidel encontró sus cortesanos, se rodeó de todas las águilas convertidas, rápidamente, en ovejas. Los talentos se volvieron serviles, y Fidel delimitó su feudo, a costa del dolor de todos, a costa de la rabia de muchos, a costa del pensamiento de unos pocos persistentes y “necios”.

Entonces anidó el odio, el recelo, la hipocresía. Todos repudiados, en su momento, por Martí como los vicios más bajos de un pueblo. La patria dejó de ser la dicha de todos, para convertirse en una desgracia colectiva. Y aún así, Cuba siguió amando, porque no ha habido, ni habrá, amante más fiel que ella sobre la tierra. Recela, odia a veces y, por supuesto, dirá una que otra mentirilla blanca, pero siguió fiel a su hombre, mientras la dominó y le pegó “para que se le quedara tranquila”.

¿Mártir? ¿Santa? Cuba, posiblemente, nos dará muchas sorpresas en un plazo corto y será un tema que, conforme salga a la luz pública, nos mantendrá interesados en cada movimiento; porque no dudo que los habrá a montones y serán, todos, justos. Asistiremos entonces a ver concretarse lo que un día nos dijera aquel gran poeta: Un principio justo, desde el fondo de una cueva, puede más que un ejército.