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Del aula a la virtualidad: cuando la puerta del aula se abre.

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Impresiona el cambio al que tuvimos que vernos sometidos los docentes, con el decreto universal de la pandemia. De mi parte, no tuve que adaptarme a nada realmente nuevo, pero lo que me sucedió no fue menos rudo.

Para la gran mayoría, el verse sin los muros del aula, significó un peso enorme: había que reinventarse. Yo, hacía mucho, voluntariamente, había iniciado ese largo viaje en solitario. En países de avanzada, donde el profesorado ya se sabía una comunidad de aprendizaje, se trabajaba en equipo; pero ese no fue mi caso. Por eso, quizá, lo que empecé a vivir fue de corte más existencial.

Después de estos meses de aislamiento físico, puedo decir que me voy sintiendo un poco más serena, después de haber atravesado varios frentes sin moverme de mi sala.

Por ejemplo, he podido palpar la angustia de los colegas que «nada sabían» en términos de virtualidad, y han tenido que sacudir todas sus neuronas para dar sus primeros pasos tímidos en tierras desconocidas. Sus dudas, sus documentos no salvados que se esfumaban en la red, sus descubrimientos de herramientas que se utilizan desde una década atrás y un sin fin de otras situaciones, muchas (o casi todas) comunicadas a través de más de cinco chats que se volvieron el terror de mis días.

He tenido, también, que lidiar con estudiantes -los mismos que pocos días antes eran unos muchachos cumplidos y responsables- que ahora estaban haciendo «de las suyas», copiando y trascegando tareas, proyectos, pruebas cortas y todo lo que se les atravesara en el camino. Para muchos, llegó el momento de otros chats, los ocultos a los ojos de los profesores; la hora del Zoom para menoscabar la autoestima de quienes se les antojara, la fiesta de los memes, de las cámaras apagadas (o de las computadoras sin cámara), de los fallos de internet o de la electricidad que, a diario aparecen salidos de la mejor historia de ficción. Llegó la hora de no bañarse, ni peinarse o de enfocar lentes fijos hacia la coronilla de sus cabezas. Así, mientras unos encontraron pliegues desconocidos en sus personalidades -una semana antes, absolutamente íntegras; otros, en cambio, se han hundido en sus tristezas, sufriendo el rechazo de siempre o padeciendo el ser nuevos blancos de ataques insospechados.

Tambien, he podido presenciar una carrera demencial, encabezada por padres y profesores, encaminada hacia el abismo de una «virtualidad presencial», eterna, donde no cabe el descanso. El aula, extendida en una biscosa e inacabable amplitud, más allá de cualquier virus, se desliza abierta, dando paso a la invasión de seres infraterrenales, casi demoniacos, a los cuales se les da la bienvenida sin saber a ciencia cierta de qué se tratan; y entonces, se llega a la ecuasión equívoca según la cual, lo que pasaba en el aula, debe pasar ahora en la casa, y el ojo escrutador que dominaba cada metro cuadrado en la escuela, se extrapola por medio de una transmutación casi cuántica, al cuarto de cada estudiante, para vigilar cada movimiento y cerrar el paso a todo lo que no esté contemplado en el contenido programático de cada materia.

Para colmo, señoreando este panorama espectral, he podido corroborar de qué manera, además, los entes rectores, llámese Ministerio, director o dueño -en caso de las instituciones privadas; se han dado a la tarea de supervisar a los profesores, esos que están supervisando a los estudiantes, para que tampoco tengan sosiego de ningún tipo. Cambios de horario, de sistemas planeamiento de clases, de evaluación, de reportes de asistencia, llenan los días (no vaya a ser que los salarios, que hasta se han visto disminuidos, no se ganen trabajando honestamente).

En efecto, la puerta del aula se abrió, y ha sido para mí una travesía muy dura. Me ha removido el paisaje de mis idilios, donde había una convivencia pacífica entre lo que era y lo que debía ser. Me ha develado aspectos oscuros de personas y estructuras que creía conocer y suponía eran de fiar. He sucumbido al atropello de una realidad cotidiana en la que no existe pandemia, ni dolor, ni sufrimiento, porque solo existe dar clases, pasar lista, enviar trabajos y calificarlos. He tenido que padecer en silencio, la aparición de días en los que todo se detuvo, y la noche fue un hueco oscuro e inerte; la llegada de las mascarillas cuando no había dónde obtenerlas; el sufrimiento de las filas calladas en todas partes, las distancias, los lavados permanentes, el miedo eterno al contacto, las pantallas en vez de caras amadas, los ojos secos, las manos de tecleados inacabables, los sueños desvanecidos, fantasmales; las noches que se volvieron una condena.

Ahora se habla de un retorno a clases y pienso en los soldados del ejército, los cuales deben obedecer la partida hacia el frente, solo que este frente es absolutamente redondo, el enemigo está en todas partes «allá afuera», y siento que, si sucede, se tratará de una terca necedad por alcanzar un oasis que no es más que un espejismo fabricado por las prisas.